ABC 02/03/15
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· Frente a las promesas, los hechos. Y en función de estos, el voto. «Por sus hechos los conoceréis»… Y por sus omisiones, aún más
DICE Manuel Conthe, corredactor del programa económico de Ciudadanos, que ninguna promesa electoral relacionada con el Presupuesto debería ser vinculante, toda vez que la realidad se encarga sistemáticamente de convertirlas en papel mojado. Don Enrique Tierno, el Viejo Profesor socialista bregado en largos años de oposición al franquismo, formulaba la misma idea de manera mucho más sencilla, afirmando que las promesas electorales estaban para no cumplirse. Y Mariano Rajoy, a su vez, lleva varios días repitiendo en distintos foros que nadie debería prometer lo que sabe que no va a poder cumplir. Él se refiere a los compromisos contraídos por los populistas de ultraizquierda griegos con su pueblo, contando con dinero que no tienen, pero su propio historial de promesas fallidas es lo suficientemente significativo como para aconsejarle no adentrarse alegremente en terreno tan pantanoso. Porque las palabras que acuden espontáneamente a la mente del contribuyente en asociación con el término «promesa» son, lamentablemente, «engaño», fraude, traición. Palabras que explican por sí mismas la grave crisis de identidad que vive nuestra democracia.
«Promesa» es el concepto clave. ¿Por qué se empeñan en prometer hazañas cuya realización escapa por completo a su control? ¿Por qué nos empujan a confundir sus anhelos y los nuestros con un programa electoral digno de ese nombre; es decir, con un conjunto de medidas llamadas a materializarse? El contrato de representación suscrito entre elector y elegido se basa en la confianza o pierde todo su sentido. Y cuando una de las partes implicadas, la única con medios para hacerlo, incumple su parte del acuerdo faltando a la palabra dada con excusas de mal pagador, expulsa directamente del juego a quien se siente estafado. La Historia se ha cansado de enseñarnos que las consecuencias de esta desafección resultan ser siempre catastróficas.
Nos espera un año repleto de promesas. Promesas en sí mismas carísimas, ya que cada campaña electoral (y vamos a sufrir cuatro) va a costar una fortuna sin otro propósito que jalear a los ya convencidos en mítines destinados a brindar el marco ideal para lanzar una promesa llamativa coincidiendo con el informativo de las nueve en televisión. Promesas tanto más huecas cuanto más ilusionantes, pues es sobradamente sabido que no es posible multiplicar desde el Boletín Oficial del Estado el número de panes y de peces (léase, pensiones, subsidios, becas, sueldos, puestos de trabajo, etcétera) ni sacar de donde no hay, por mucho que la demagogia sea capaz de obrar milagros en las encuestas de intención de voto. Promesas deshonestas, muchas de ellas, ya que es perverso prometer, ya sea tácita o expresamente, lo que ni siquiera como aspiración está en la voluntad cumplir. Promesas falsarias, embusteras, destinadas a ocultar con terminología balsámica propósitos lobunos de okupación (con k) del poder. Promesas vanas.
La credibilidad de los gobernantes está tan socavada a golpe de mentiras e incumplimientos, que ellos mismos han rebajado el valor de sus discursos hasta privarlos prácticamente de significado alguno. Les oímos prometer como quien oye llover, especialmente cuando se trata de promesas materiales. En cuanto a las otras, las que se refieren al ámbito de los principios, damos por descontado que se adaptarán al ritmo que marque la conveniencia, en aras del relativismo dueño y señor indiscutido del escenario político.
Frente a las promesas, los hechos. Y en función de estos, el voto. «Por sus hechos les conoceréis»… Y por sus omisiones, aún más.