Jon Juaristi-ABC
El sueño del nacionalismo vasco se parece más al franquismo tardío que al totalitarismo clásico
En su reciente biografía de Javier Pradera (Javier Pradera o el poder de la izquierda, Anagrama, 2019) afirma Jordi Gracia que aquel no compartía mi catastrofismo. No entiendo a qué se refiere Gracia. Sería exagerado por mi parte sostener que Pradera y yo fuimos amigos, pero no nos llevábamos mal, aunque desde 2004 dejamos de llevarnos de cualquier manera. No es que nos retirásemos el saludo, pero se terminó la convivencia cordial desde que la izquierda se cargó los consensos básicos. Hasta ese momento, Pradera no me hizo el mínimo reproche por mi presunto catastrofismo, aunque le contara otra cosa a su biógrafo.
A título de mera hipótesis, podría ser que Pradera no compartiese mis pronósticos sobre el futuro del País Vasco, que era tema de frecuente conversación entre nosotros y otros del mismo círculo. Casi todos aparecemos en una fotografía de sobremesa que Fernando Savater incluyó en la edición de sus memorias (allí estábamos, además de Savater, Pradera y yo mismo, Mikel Azurmendi, Patxo Unzueta, Carlos Martínez Gorriarán y Santos Juliá). Faltan unos pocos de los entonces habituales, como Mario Onaindía o Jaime Mayor Oreja. Hoy esa nómina de comensales resultaría impensable, pero hablo de un tiempo anterior al zapaterismo y a sus secuelas.
Mis pronósticos de entonces tenían poco de catastrofistas, a decir verdad. Voy a citar dos que más o menos se han cumplido. Ambos están en el epílogo a uno de mis libros (Sacra Némesis, Espasa, 1999): «El precio por el sometimiento al nacionalismo vasco no es muy alto, si se evalúa en costes individuales. El nacionalismo vasco no es partidario de las limpiezas étnicas. Nadie tendrá que irse con la maleta, si no desea hacerlo. Asimilarse a la comunidad dominante no exigirá conversiones religiosas. Ni siquiera cambios de apellido o el aprendizaje apresurado del eusquera. Estamos en Europa occidental y aquí hacemos las cosas civilizadamente. No somos kosovares ni serbios».
El segundo pronóstico no se distanciaba del primero en el tono: «Se reescribirá la historia, eso sí, pero, ¿a quién le importa la historia? La Euskal Herria soberana será un gran parque temático para estudiar, en vivo y en directo, las raíces de la civilización neolítica europea. Los contenidos de la televisión, de la cultura subvencionada, de la enseñanza, no diferirán mucho de los actuales. Es absurdo ponerse apocalíptico. El sueño nacionalista no es una tiranía totalitaria. Si acaso, se parece vagamente a una combinación del franquismo tardío con el principado de Andorra. Algo perfectamente soportable».
Y concluía de la siguiente guisa: «Algunos, es verdad, tendremos que irnos a otra parte, pero no porque se nos expulse. Imperará aquí la norma primera de todo conformismo, la que Arzalluz me ha recordado con frecuencia en los últimos meses: si no estás contento, ancha es Castilla. Yo, lo confieso, me siento incapaz de presenciar el apasionante proceso de construcción de la etnia vasca del siglo XXI, de la Euskal Herria nacional, de la utopía abertzale. La sola idea de pasar lo que me quede de vida oyendo los discursos de Arnaldo Otegui, rellenando los cuestionarios de los inspectores lingüísticos y acudiendo a los copetines inaugurales de las exposiciones del Guggenheim-Bilbao me produce sudores fríos, aunque admito que para muchos puede ser un programa aceptable».
Francamente, no veo qué tiene esto de catastrofismo. Más bien auguraba la llegada de un mundo feliz en versión de zortziko, al son del txistu y del tamboril. Es cierto que no mencionaba los pintxos de txangurro, pero es que uno no es donostiarra, como lo fue Javier Pradera, el Poder de la Izquierda, qué menos, según Jordi Gracia.