MANUEL MONTERO-El Correo
Hasta la investidura de Quim Torra no se conocían casos en los que un Parlamento elige a un presidente que cree que el legítimo es otro e insinúa que solo actuará de recadero
El deterioro de la situación catalana ha llegado a tal extremo que un acontecimiento insólito como la investidura de Quim Torra adquiere una rara pátina de normalidad: un traspié más en el desplome catalán hacia el abismo, percibido como un fenómeno inevitable. Quizás las cosas no están peor que cuando se aplicó el 155, pues se han evitado los escenarios alternativos: el Gobierno levantisco de Puigdemont realizando la desconexión y la airada resistencia civil que haría la vida imposible a la España ‘opresora’. Tampoco cabe desdeñar la experiencia de aplicar la ley –más o menos, sin exagerar– en un país donde se la suele ignorar por el convencimiento de que cumplirla empeora las cosas.
Sin embargo, resulta obvio que cuando les toca la vez a los independentistas se profundiza el desquiciamiento. Siguen viviendo el argumento heroico de la lucha por la independencia, el sacrificio que será recompensado, esos imaginarios de combates de voluntades con premio final para el tenaz, el que ama la nación. A estas alturas, el nacionalismo catalán no busca lo mejor para Cataluña, para el nacionalismo o para el independentismo. Únicamente sostiene la hoja de ruta de las heroicidades victimistas, autorreferenciales: vive una historia épica, extrema, en la que el radicalismo se cree la normalidad. ¿Se sienten en el momento cumbre de la historia catalana?
Solo así puede entenderse la investidura de Quim Torra, un individuo desconocido para el gran público hasta hace unos días, que iba de candidato número once en la lista que quedó segunda en las elecciones, escondido, inadvertido. Hace un par de semanas ni siquiera aparecía entre los posibles candidatos para salir ‘honorable’. ¿Él sospecharía que el dedo del prófugo lo designaría? ¿O también habrá quedado sorprendido? ¿Sería su ilusión? Por fenómenos como este se conoce que la nonata república catalana es un espacio místico con aire parahistórico. Son muchas las singularidades de este tipo.
No se conocían casos en los que un Parlamento elija a un presidente y este considere que el presidente legítimo es otro y que lo suyo es provisional. Como si dijésemos vicario. O becario, aunque bien pagado. El más difícil todavía. ¿El elegido que no se considera ‘el Elegido’ rendirá pleitesía al hombre de Berlín, hará de correveidile? Lo nunca visto. ¿Será verdad que no pisará el despacho oficial del ‘honorable’ para no hollar los espacios sacrosantos de la legitimidad? Suena fuerte. También la imagen de un presidente abocado a hacer el paripé. ¿Acabará saliendo respondón, tendrá un ataque de dignidad? ¿O ha llegado a la alta política sólo para hacer de recadero?
Tampoco se ve todos los días la escena de la elección de un presidente autonómico que no se siente tal, sino constructor de república, en una «legalidad» alternativa a la legalidad por la que ha sido elegido. Los recién electos suelen proclamar la voluntad de servir a todos los ciudadanos, por lo que resulta pasmoso que de entrada se declare dispuesto a arramplar contra el 52,5% en nombre del 47,5% de independentistas. Que su único proyecto político sea restaurar las leyes suspendidas por el Tribunal Constitucional –no dice cómo lo hará– y continuar el ‘procès’ nos sitúa en otra dimensión.
Los anuncios realizados en la hora de la investidura sugieren que el nuevo ‘president’ sólo tiene en mente los avatares del ‘procès’ tal y como los entiende la planificación homérica. Parece olvidar que se aplicó el 155 y que la posibilidad de retomarlo seguirá existiendo. Torra actúa como si nada hubiera pasado desde el 1 de octubre. Como si no hubiesen sucedido estos meses, salvo en la recreación del victimismo. Todo indica que el independentismo no quiere salir del callejón. ¿O se trata sólo de justificar las medidas imprudentes del año pasado?
Otra cuestión son los brutales mensajes que, al parecer, componen la ideología del nuevo ‘president’, otra singularidad. Parecía imposible que en la Europa actual pudiera elegirse a nadie con tal bagaje. Pide disculpas si alguien se ha sentido ofendido, pero eso es salirse por la tangente. Si tú llamas carroñero, víbora, hiena a cualquiera –incluso si es español– le estás insultando. No se le ha conocido rectificación, decir que fue un momento de ofuscación del que se siente arrepentido. Además, los mensajes supremacistas no provienen de una lejana adolescencia esencialista, sino de hace poco, ya en la edad madura, en plena carrera política.
Lo peor es que, según sus escritos, se siente en una batalla entre independentistas y unionistas. Quizás entienda que su nuevo puesto es otra trinchera para seguir combatiendo.
Los procesos de radicalización ideológica tienen efectos que se cumplen a rajatabla: acaban ascendiendo los personajes más echados al monte. El proceso de selección política destaca al radical ortodoxo. «Si España se equivoca y nos envía las tropas, ganaremos mucho. Ojalá nos las envíe, porque podremos ganar alguna simpatía». Que el autor de este dislate, de 2015, sea el nuevo ‘president’ de la Generalitat confirma que seguimos en caída libre.
El ‘procès’ entra en la fase del triple salto mortal sin red. Con estos mimbres, sí parece tener razón Torra cuando dice que esta fase será provisional. A lo mejor quiere institucionalizar la provisionalidad, pero resulta muy difícil.