Ignacio Camacho-ABC
- Los procesos revolucionarios no requieren mayoría política sino un pretexto adecuado para desatar el vértigo del cambio
Hasta que la crisis económica y social de 2008 hizo impacto en la segunda década de este siglo, los ciudadanos españoles depuraban la responsabilidad política de sus problemas ajustando cuentas con el Gobierno de turno. Fue a partir de los estragos profundos de aquella recesión cuando empezó a cundir un estado de opinión -el movimiento 15-M- que, ante los fallos evidentes de los partidos y de la dirigencia pública, apuntó al sistema como culpable genérico de la quiebra. Podemos fue la destilación de aquella revuelta: una fuerza disruptiva, de inspiración y financiación bolivariana, que intuyó las condiciones para resucitar con un pasaporte ideológico falso -el discurso populista- al comunismo derrotado entre los escombros del muro berlinés. Más o menos por
la misma época surgieron fuerzas similares de extrema izquierda como la de Melenchon en Francia o la de Tsipras (Siryza) en Grecia, al calor de la oposición a las recetas de austeridad europea. La formación de Pablo Iglesias se diferencia de ellas en que se articuló a través del énfasis en la idea de un nuevo proceso constituyente, es decir, de una impugnación completa del régimen vigente en las cuatro últimas décadas.
Ese proyecto de deconstrucción posdemocrática, que pronto encontró la sintonía del separatismo catalán y vasco, es el que sigue latiendo alrededor del procés soberanista o del embate republicano. La actual ofensiva contra la Corona no es más que el ariete de una voluntad común de asalto a la Constitución para reformular el Estado sobre la base de una alteración del concepto primordial de sujeto soberano. En términos estrictos, se trata de un programa revolucionario, que como tal no requiere de una mayoría parlamentaria sino de un pretexto propicio, de un «momentum» adecuado para desencadenar el vértigo del cambio. Con una estructura sistémica fuerte y una sociedad civil autónoma, ese designio insurgente no tendría otro futuro que el fracaso; el problema consiste en que las instituciones funcionan mal, en que los antiguos consensos transversales se han evaporado, en que la propia monarquía lleva años espantando sombras de escándalo y en que el principal agente rupturista se ha incrustado como apéndice de un Gobierno corto de respaldo, dirigido por un aventurero sin otro horizonte que el de mantenerse al mando. Una situación muy delicada en la que cada coqueteo táctico de Sánchez con sus aliados abre una fisura en la fachada del constitucionalismo clásico.
Aunque el riesgo no sea inmediato, nunca los enemigos del modelo del 78 habían gozado de mayor influencia ni dispuesto de mejor posición objetiva. En una coyuntura donde cualquier trastorno, cualquier conflicto o anomalía institucional es susceptible de propiciar un colapso, una parada crítica. Conviene no olvidar que los grandes accidentes históricos comienzan a menudo por una pequeña, simple avería.