José Alejandro Vara-Vozpópuli

Al final hubo foto. «Si quieres te lo digo cinco veces, nunca pactaré con Bildu. Nunca, nunca…». Sentencias que se llevó el viento, promesas en el basurero. El posado más atroz: Sánchez con Aizpurua, la portavoz parlamentaria de los cofrades de ETA, condenada por apología del terrorismo. Hasta ahora, el presidente del Gobierno en funciones la había esquivado. Ni siquiera un saludo en los pasillos del Congreso. Seis escaños pueden cambiar el mundo de Sánchez. Incluso seis horas más en la Moncloa.

Este viernes de puente festivo y casi informativo, ocurrió. Un cruce infernal de manos y sonrisas. El postulante socialista tiene garantizados los votos del mal pero se trata ahora de normalizarlos. Otegi era un ‘hombre de paz’ para Rodríguez Zapatero. Esa Mertxe Aizpurua, que huele como el ala izquierda del ángel exterminador, no solo es la representante de uno más de los liliputienses periféricos que se afanan en dinamitar los soportes de la Constitución. Es la voz de Bildu. Doce militantes socialistas asesinados por ETA. Doce infamias grabadas en la conciencia de Sánchez y de su actual rebaño del progreso. «Han dejado las armas y ahora usan la palabra, ¿no es eso lo que se les pedía?», argumentan, como aquí ha contado Javier Portillo, los asesores de Moncloa para justificar lo indecible. No condenan el terrorismo, ni colaboran en la solución de sus crímenes, ni piden perdón a las víctimas, ni siquiera desvelan donde tienen aún escondidas las armas. Están a dos minutos de hacerse con el gobierno vasco y a cuatro de entregar sus votos a Sánchez para que continúe en el puesto. Otegi es su valedor más fiel, su aliado más fiable. Además de socio, Sánchez este viernes negro se convirtió en su cómplice. Consagró la victoria de ETA, sepultó la memoria de las víctimas, condecoró a los asesinos con la medalla gráfica del oprobio y la rendición. Dentro de nada, serán los etarras los héroes de la transición. Su padrino blanqueador acaba de consumar el paso definitivo para la infamia, entre abiertas sonrisas, pensando quizás en las voces libres y airadas que le gritaron lo de chapote.

El referéndum quebequés puede esperar

Tampoco ERC se manifiesta esquivo a propiciar la investidura. Esgrime, eso sí, algunas condiciones, que el papagayo Rufián agrupa en carpetas. Como en un negociado de notarías. La condonación de la elefantiásica deuda, la de los trenes de cercanías, la de los niños cantores de Monserrat, la de la construcción del Camp Nou…, y otras bagatelas contantes y sonantes. Luego, ya, si eso, deslizan lo de la amnistía, que saben arreglada, y el referéndum quebequés para tiempos venideros.

Solventado el frente vasco (el PNV apenas ya pinta nada, han asumido su papel de pedigüeños sacristanes y lo exhiben con huraña normalidad), atendidas las inquietudes de ERC, pendiente quedan solucionar las turbulencias de Waterloo, tan subidas ahora de tono que arrojan una tormenta de dudas sobre la entronización del narciso pinturero. Todo es tan chusco, tan zafio y bobalicón, que el debate, más allá de los tecnicismos sobre perdones y doblones, se centra ahora en si el aspirante a la reelección telefoneará al prófugo para suplicarle sus siete votos activos, pues no bastan ya abstenciones ni medias tintas. «Igual que llamó a Junqueras«, berrea el coro de gallifantes del pastelero loco.

‘El forajido de Junts sólo demanda un gesto de cariño, un mensaje de reconocimiento, dicen los peoncillos del expresidente, ansioso por convertirse en «interlocutor» del Estado opresor

La renovación del presidente se está convirtiendo en un ménage à trois de guardería. Lo que pide ERC se quintuplica desde Junts y lo que Junqueras reclama se transforma en un eco elefantiásico en la cueva republicana. Un desconsiderado esperpento entre un gordinflón y un cobarde que juguetean sádicamente con un aventurero de ambición glacial. ‘Puchi’ sólo demanda un gesto de cariño, un mensaje de reconocimiento, dicen los peoncillos del expresidente, ansioso por convertirse en «interlocutor» del Estado opresor.

Aventan dudas sobre el resultado final de la ceremonia, plantan condiciones inasumibles, agotan las posibilidades del chantaje hasta convertir la negociación en un quilombo ingobernable. Incluso circulan versiones sobre una posible suspensión de investidura en el caso de que el postulante no haya conseguido asegurar los diputados necesarios antes de la sagrada fecha del 27 de noviembre. Abundan las teorías desbordadas de dudas e incertidumbres sobre lo que vaya a ocurrir las próximas jornadas. Sabido es que Puigdemont es imprevisible. Más incluso que Sánchez, porque tiene ese punto de desvarío fruto de la inclemente tramontana. Pero hay una viga básica en este artificioso tinglado: ni uno ni otro osará repetir elecciones. Acaba de comprobarse. El caudillo del progreso está dispuesto a todo, incluso a pasar por encima de la memoria de quienes no deben ser olvidados.