Juan Carlos Rodríguez Ibarra-Vozpópuli
  • Estamos viviendo una situación difícil de explicar con motivo de los traídos y llevados viajes del Rey don. Juan Carlos I a España

Tras su exilio voluntario a tierras árabes, el Rey Juan Carlos I ha vuelto a España en lo que es su segundo viaje. Hay opiniones para todos los gustos. Las que más llaman la atención son los de aquellos ciudadanos que, considerándose republicanos, arremeten contra D. Juan Carlos por sus idas y venidas. Dicen que esos viajes suponen un deterioro para la figura de su hijo, el Rey Felipe VI y, consecuentemente, para la Monarquía parlamentaria española. No se sabe muy bien en donde radica la sinceridad de sus palabras. No es posible entender que un republicano no se alegre de lo que supuestamente deteriora la imagen de la Monarquía. Si esos republicanos son auténticos y sinceros, deberían estar reclamando constantemente la visita del supuesto enemigo de Felipe VI; cuanto más veces venga a España tanto mejor para los objetivos de quienes apuestan por el cambio de modelo de Estado. Así que una de dos: o quienes se preocupan por el daño que D. Juan Carlos infringe a la Monarquía son los auténticos monárquicos españoles o su republicanismo es pura fachada que no se compadece con sus actos y declaraciones.

Mal corazón hay que tener para impedir que un anciano de 85 años pueda pasar los últimos años de su vida rodeado del afecto, el cariño y la compañía de su familia y de sus amigos

Quienes desde su confesión monárquica critican los viajes del Rey D. Juan Carlos, tienen derecho a defender al actual Monarca aunque sea a costa de renegar del anterior Rey. No hay duda de que para ellos, la defensa de la Institución está por encima de cualquier otro sentimiento. En el supuesto de que tengan buenos sentimientos quienes condenan a un padre, a un abuelo a no tener vida familiar de ningún tipo. Si viene a España, que no se le ocurra visitar a su hijo y a sus hijas, a sus nietas y nietos. Su presencia no es bien recibida y que se pudra entre lujosas mansiones porque en España no tiene sitio. Mal corazón hay que tener para impedir que un anciano de 85 años pueda pasar los últimos años de su vida rodeado del afecto, el cariño y la compañía de su familia y de sus amigos.

Ya sabemos  que su pasada conducta no se ajustó en determinadas circunstancias a lo que todos esperamos de quien fue Rey y Jefe del Estado. Pero como todo en la vida, el balance final debería ser lo que contara a la hora de juzgar a las personas. La vida, como los aviones, tiene momentos de despegue y vuelo en las alturas rodeado de nubes blancas, y momentos de bajada y aterrizaje rodeado de miserias. También eso ocurre en las mejores familias. Ya sabemos las miserias que acompañaron a D. Juan Carlos cuando la sociedad miraba para otro lado, en lugar de marcarle los límites de su conducta como hubiera sido nuestra obligación. Todo el mundo sabía de sus devaneos amorosos y de sus ricos y poderosos amigos que le obsequiaban con oro y plata sin que la prensa o la política dijera esta boca es mía. Solo falta que en el otro platillo de la balanza pongamos los servicios que ese Rey prestó a nuestro país. No sé cuántos españoles podrán terminar sus vidas recordando los momentos en los que, gracias a su intervención, los españoles cambiamos el presente y el futuro de nuestro país. D. Juan Carlos sí puede decirlo. Él fue uno de los artífices que posibilitó que España pasara sin violencia y con rapidez de una dictadura de casi 40 años a una democracia de corte europea.

No habría Monarquía en España y hubiéramos caminado hacia la III República. Gracias a D. Juan Carlos no ha sido así, visto el desgraciado y dramático final de la I y II República española

Murió Franco y D. Juan Carlos heredó todos los poderes que llevaba su nominación como Rey de España y Jefe del Estado. Todos los poderes para él. No sé cuántos españoles hubieran renunciado a ese privilegio personal que, además, le hubiera permitido formar una enorme fortuna sin tener que rendir cuentas a nadie; así se robaba en la dictadura. No se sabe cuánto tiempo hubiera durado esa situación; sí se sabe que, con su renuncia a esos poderes ilimitados, los españoles recuperamos la soberanía y la condición de ciudadanos que nos habían sido arrebatados tras la guerra civil. Esa renuncia figura en su haber, junto con su determinante oposición al golpe de Estado de 23 de febrero de 1981. Quienes dudan de esa versión es porque no conocían el talante de buena parte de la jerarquía militar de aquel tiempo. Un capitán general que no se sumó al golpe declaró al poco tiempo que “si el Rey nos hubiera ordenado apoyar el golpe, hubiéramos sacado los tanques a la calle”. Y, por último, Felipe VI pudo acceder a su condición de Rey porque el proceso de abdicación y de sucesión se hizo correctamente. D. Juan Carlos podía haber aguantado hasta reventar la Monarquía y, hoy, nadie tendría que escandalizarse por sus idas y venidas. Sencillamente no habría Monarquía en España y hubiéramos caminado hacia la III República. Gracias a D. Juan Carlos no ha sido así visto el desgraciado y dramático final de la I y II República española.

Es asombroso que quien fue presidente de la Generalitat de Cataluña se pasee impunemente por las Ramblas catalanas, que los herederos del dictador Franco disfruten de una fortuna forjada irregularmente y que D. Juan Carlos vea, desde la lejanía, cuestionada su contribución a la democracia española. Así somos los españoles, pueblo cainita.