Pueblos

JON JUARISTI, ABC – 09/11/14

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· Cunde de nuevo un patriotismo de señoritos que desprecia al pueblo y lo culpa de catástrofes improbables.

El próximo jueves se cumplirán los cien años del nacimiento de Julio Caro Baroja. Fue uno de los más grandes escritores del pasado siglo en nuestra lengua y, sin duda, el más relevante científico social español de su época. Uno de sus libros más amenos, dedicado al filólogo Antonio Carreira, lleva por título Vidas poco

paralelas (con perdón de Plutarco). Si hubo una vida poco paralela a la de don Julio entre sus coetáneos fue la de Octavio Paz, que le aventajaba en sólo seis meses. Murieron también en fechas no muy alejadas entre sí: Caro Baroja en 1995 y Paz en 1998. Cubrieron, por tanto, un período de tiempo similar en la historia de sus respectivos países. Paz conoció España mucho más directa y profundamente que Caro Baroja México, pero, aunque don Julio nunca viajara a la antigua Nueva España, no le fue, en absoluto, un país ajeno. Su hermano Pío trabajó allí muchos años como cineasta y trabó amistad con amigos españoles de Paz, escritores y artistas del exilio republicano.

Paz fue un hombre de acción, un revolucionario y un poeta, un pensador político con una marcada y constante dimensión pública. Caro Baroja, un investigador de campo y de archivo, un sabio que sólo muy tarde comenzó a colaborar en la prensa diaria. Paz defendía sus ideas con un entusiasmo romántico, byroniano, erótico y turbulento. Caro Baroja tendía al escepticismo y a la desilusión. Pero ambos compartieron algo muy raro en las clases ilustradas de las sociedades hispánicas: un gran fervor por la vida y la cultura popular. Nadie más lejos que ellos, en su generación, del recelo elitista hacia el pueblo.

A Caro Baroja, el pueblo le interesó como etnos, como depositario y creador de formas culturales propias; a Paz, como demos, como sujeto político. Pero no se trataba de dos concepciones distantes o mutuamente incompatibles. Ambas arraigaban en una visión que podría ser definida como etnohistórica o intrahistórica y que estaba ya bien perfilada en la obra de Baroja o en la de Unamuno, dos maestros tan aceptados por Caro y por Paz como rechazados por la generación intermedia, la de Ortega, para la que el pueblo era, como mucho, una abstracción indeterminada (o un «vago sujeto histórico», como dijo Marías, orteguianamente).

En Paz, como en Unamuno, la indeterminación y la vaguedad corresponden a la historia política, a la que hacen los poderosos, los «bullangueros», los que gustan del estruendo y de las soflamas altisonantes: «La historia –escribe Paz– es el error. / La verdad es aquello / más allá de las fechas, / más acá de los nombres / que la historia desdeña: / el cada día / –latido anónimo de todos, / latido / único de cada uno–, / el irrepetible / cada día idéntico a todos los días. / La verdad / es el fondo del tiempo sin historia».

Unamuno, Paz y Caro Baroja, cada uno a su modo, valoraron la dignidad del silencio y del anonimato de los hombres que dan continuidad a las sociedades, los que evitan que la vida se interrumpa. Aquellos para los que, en palabras de Unamuno, el día 20 de septiembre de 1868 fue una jornada igual a la del día anterior, el del destronamiento de Isabel II. El pueblo, en fin, que no será ni eterno ni sublime –como predican de él los populistas de toda laya antes de masacrarlo–, pero que merece algo mejor que el desprecio con que lo han tratado, en España y en los países de estirpe hispánica, unas minorías teóricamente selectas y afiliadas en la práctica a un señoritismo estúpido y cateto desde el que el pueblo no se percibe sino como fuente inagotable de catástrofes. Julio Caro Baroja y Octavio Paz nunca incurrieron en este patriotismo imbécil.

JON JUARISTI, ABC – 09/11/14