ABC-IGNACIO CAMACHO

El registro horario complica más la vida de las pequeñas empresas, ese atomizado tejido productivo de la clase media

LA vocación del Estado socialista –en cierta medida todos los Estados lo son, como certificó Hayek en su famosa frase– consiste en controlar el trabajo, el dinero y, hasta donde es posible, la vida de los ciudadanos. La vida la dirige con leyes de ingeniería social, el dinero lo expropia con impuestos (renta, patrimonio, sucesiones, donaciones, viviendas, energía, vehículos, consumo) y el trabajo lo regula con un piélago de variedades contractuales y registros de horarios. Pero como la Administración se rige por una mentalidad burocrática, la misma por cierto que los sindicatos, cualquier intento de imponer normas de supervisión en un mercado mucho más flexible suele desembocar en el caos. Es lo que le ha pasado al Gobierno con su decreto de reglamentación de jornada: que además de haberlo improvisado, con los consiguientes desajustes, ignora que la realidad laboral de la nueva economía no cabe en un convencional modelo rutinario. Y naturalmente se le ha ido de las manos.

Como casi siempre, existe una intención recaudatoria bajo la impecable y plausible intención de evitar el escamoteo frecuente de las horas extra. Unos cientos de millones cree el Ejecutivo que puede aflorar en cotizaciones sisadas por la picaresca. Sucede, sin embargo, que las grandes compañías tienen desde hace tiempo organizadas sus entradas y salidas con métodos telemáticos o tecnologías diversas, y que lo único que logra el nuevo sistema es complicar el funcionamiento de las pequeñas, ese denso microtejido productivo en el que se afana una clase media que ahora deberá agobiarse con más trámites, más papeleo, más gestiones, más formularios, más problemas. La confusa obligación universal de fichar olvida, o más bien ningunea, las peculiaridades del teletrabajo –esencial para la conciliación familiar–, de los autónomos, de los transportes y desplazamientos, de la libre disponibilidad, de todas esas dinámicas internas que escapan de la rigidez normativa oficial para hacer frente al implacable desafío de la competencia. Del mundo real, en suma, en que se desenvuelven a trancas y barrancas las empresas.

En España hace tiempo que el sector del empleo se mueve en compartimentos estancos y paralelos. De un lado el medio público, en continuo crecimiento y bien regulado en términos de acceso, estabilidad y derechos. De otro, el privado, sometido a una constante presión competitiva que pone a prueba su capacidad de adaptación al dinamismo de la economía del rendimiento. Sobre éste, atomizado además en extremo, recae el principal esfuerzo de costes, tributos, sacrificios y aprietos. Y lejos de facilitarle la tarea, los Gobiernos lo asfixian con una progresiva carga fiscal y una escalada ordenancista de protocolos e impedimentos. Lo menos que cabría pedirles no es ya que ayuden sino que no estorben y, al menos, clarifiquen de un modo razonable las reglas del juego.