Puigdemont contra la libertad

EL MUNDO 18/07/17
LUIS MARÍA ANSON

LO HE reiterado cien veces. O se está con la libertad de expresión o se está contra la libertad de expresión. Pero si se está con la libertad de expresión hay que hacerlo con todas sus consecuencias. El dictador Franco, a instancias de Serrano Suñer, implantó en España una censura previa de Prensa tan atroz que solo encuentra parangón en algún país estalinista. Cuando en 1966 Fraga sacó adelante su ley, suprimiendo la censura previa, la dictadura continuó instalada en la coacción a través del Tribunal de Orden Público y del cupo de papel. Al periodista independiente se le sentaba en el banquillo de los acusados y al empresario díscolo se le amenazaba con la cancelación del cupo de papel.

Durante la democracia establecida por el pueblo español y la Monarquía de todos, se ha gozado de un nivel excepcional de libertad de expresión, ensombrecida solo por algún presidente autonómico que recortaba la publicidad institucional a los periódicos reacios a cantar sus glorias políticas y personales. La principal víctima fue el ABC de Sevilla, el diario más vendido en la capital andaluza, que enderezó las tropelías publicitarias contra él cometidas con la reiterada apelación a los tribunales de Justicia.

Ahora han llegado Carlos Puigdemont, el pobre Arturo Mas y sus cómplices y, en una decisión abiertamente totalitaria, han socavado la libertad de expresión, proclamando a los cuatro vientos y las cien mareas que la Generalidad suprimirá la publicidad institucional y los patrocinios a aquellos periódicos hostiles a rendir homenaje al referéndum secesionista e ilegal.

La libertad de expresión es el cimiento angular sobre el que se levanta el entero edificio de la democracia pluralista. A una nación más le vale tener periódicos libres aun sin Gobierno que un Gobierno sin periódicos libres. Este axioma ha pasado de la pluma de un presidente estadounidense al dominio general. Del brazo de Matilde Urrutia, la viuda de pablo Neruda, lo recordé yo en el Chile de Pinochet al pronunciar el discurso de inauguración de la nueva sede de la agencia Efe.

Carlos Puigdemont y el pobre Arturo Mas han lesionado uno de los derechos humanos claves: el que tienen los ciudadanos a recibir información plural. Lo han hecho, además, con la cutrez propia de la tentación totalitaria. Por supuesto que, más sutiles, sus cómplices en los medios de comunicación se han enfangado hasta la náusea en el periodismo de la insidia. Indro Montanelli, Noam Chomsky, George Steiner o Ryszard Kapuscinsky denunciaron en su día la fractura de la libertad de expresión derivada de las maniobras de la posverdad. Katharine Viner, la admirable directora de The Guardian, se lamentaba en un artículo sagaz «de la creación de laboratorios de noticias falsas», sin otra medida de valor que la viralidad, porque «lo único que importa es si la gente clica, ya que en lugar de fortalecer la idea de que la información es una necesidad democrática, crecen los grupos que difunden falsedades instantáneas». Las noticias que se reciben en el teléfono móvil, afirma Viner, parecen todas lo mismo procedan de una fuente fiable o insidiosa. Por eso hay que centrarse en «cómo rescatar la financiación del periodismo que es lo que está amenazado». Que se lo digan a los empresarios de la comunicación.