Nací en Cataluña y viví allí durante treinta años antes de mudarme desde el siglo XIX al XXI, es decir desde Barcelona a Madrid, así que todo esto ya lo he vivido antes.
En Cataluña no ha debido de sorprender lo que ocurrió este martes en el Congreso porque allí lo viven a diario. Lo que sí habría sorprendido es una negociación en la que las partes no intentaran estafarse la una a la otra, como esos mercadillos de Kerala en los que el vendedor te riñe si no le regateas porque el objetivo es salir de ahí con la sensación de que ambas partes han engañado al otro.
El chantaje es la koiné de la política catalana. «No me hable en catalán, por favor: chantajéeme, que es el idioma que ambos entendemos».
Miriam Nogueras (Junts) pide una “amnistía integral” que defienda al independentismo de la cúpula judicial española.
Los socios de Pedro Sánchez. pic.twitter.com/bhpdI1Z7ic
— Pedro Otamendi (@PedroOtamendi) January 30, 2024
Hace años entrevisté a un exdirector de La Vanguardia. «¿Por qué todos los casos de corrupción de los políticos catalanes han sido revelados por diarios madrileños y no por diarios catalanes?» le pregunté.
«Porque en Madrid os cae más cerca la Audiencia Nacional» me dijo. «Pero a ustedes les caen más cerca los ladrones» debí haberle respondido. Se me ocurrió tarde.
En Madrid suele sorprender mucho la soberbia de Miriam Nogueras, esa gobernanta que vive en un estado de perpetuo refunfuño. Pero eso se debe a que en Madrid, que es una ciudad civilizada, se considera de mala educación lo que en Cataluña es el punto de partida de cualquier negociación: la bilis.
Si hay algo que los catalanes comprendieron antes que nadie es que en una sociedad pacífica como la española, que más que mansa es pastueña, no existe violencia más extrema, pero sobre todo más rentable, que el victimismo.
Y allí donde la única forma de violencia es la agresividad pasiva, toda víctima es un sádico destinado al éxito más arrollador. «Claro que he okupado tu casa, no pretenderás que viva en la calle, fascista».
Explica David Mamet en su libro Himno de retirada (gran título) que los «estafadores raciales» como Barack Obama tienen éxito porque han aprendido a explotar el sadomasoquismo de los blancos adinerados. Esos que se visten con harapos para «proyectarse como criaturas de la calle» y que aspiran a ser humillados por las minorías tal y como las minorías, imaginan, son humilladas por los blancos ricos como ellos.
La cosa no pasaría de parafilia privada si sus vicios se hubieran quedado en la intimidad de sus dormitorios en vez de convertirse en una religión de la sumisión que aspira a ser impuesta a todos los ciudadanos por la fuerza. Por la fuerza de las lágrimas, el líquido más ponzoñoso jamás fabricado por el ser humano.
La catalana es la sociedad más violenta de España y sólo hay que ver con qué saña ha devastado sus ciudades para darse cuenta de ello. Pero tampoco hace falta haber nacido a 100 metros de la Sagrada Familia para saber que el independentismo catalán es un enano de jardín con los pies de barro.
Los equívocos acerca de su robustez son sólo un efecto de paralaje inducido por la perspectiva. «¡Es que son diferentes, tienen una identidad propia!», dicen algunos, como si el resto de los españoles fueran lemmings sin cultura, gastronomía, danzas regionales, corruptos de ocho apellidos y una historia tan inventada como la catalana.
Como si Cataluña no hubiera sido la comunidad más franquista de España, es decir la más identitariamente fascista, durante los cuarenta años del régimen.
¿De qué realidad plurinacional hablan, en definitiva, quienes piden que España entera se amolde a las novelitas erótico-identitarias del 3,5% de los españoles? ¿O es que en España hay 17 naciones pero en Cataluña sólo una, monocultural y monolingüe?
Sánchez, en fin, no está más indefenso frente al nacionalismo que un masoquista encadenado a una mazmorra de la que puede salir cuando desee pronunciando la palabra de seguridad, que en este caso es ‘Feijóo’.
Pero en esa celda con las paredes de terciopelo y grilletes de la más pura seda en la que se ha encerrado la izquierda española junto al nacionalismo se finge que este es una fuerza arrolladora a la que algo habrá que ceder si no queremos una eterna guerra civil fría. Pero ¿por qué deberíamos jugar todos a ese juego de roles en el que sólo disfrutan dos, la izquierda y la ultraderecha de provincias?
En realidad, del nacionalismo catalán se habla en Madrid como otros hablaban antes del Ejército ruso («¡el segundo más poderoso del planeta!») o del terrorismo palestino («¡un ejército de 40.000 hombres atrincherado en una red de túneles inexpugnables!»). Eso fue antes de que Ucrania e Israel los aplastaran, claro.
Es nuestra estúpida creencia en los mitos de hojalata de la izquierda la que nutre a los violentos. Y eso tiene mal remedio. Porque ni siquiera la evidencia de que una moderada presión puntual de los ejércitos ucraniano e israelí ha bastado para convertir en abono a sus agresores ha servido para descabalgar de sus fantasías a aquellos que todo lo solucionan con apaciguamiento. Es decir, generando miedo.
«¡Insensatos! ¡Cómo osáis acabar con quienes piden nuestra muerte! ¡Podrían enfadarse y pedir nuestra muerte! ¡Ahorrémosles trabajo dejándonos matar!».
Como leí en una pintada callejera en Barcelona tras los atentados de Atocha, «Bin Laden, mátanos a todos».
Pero ¿qué es lo más terrible que podría pasarnos si no cedemos al independentismo y por qué sería eso peor que lo que nos pasará si cedemos al independentismo?
Es más, ¿acaso existe alguna diferencia entre ambas opciones?
PD: El psicólogo Paul Bloom aventura en su libro Psico una explicación a uno de los mayores misterios de la psicología evolutiva, el de por qué existe el egoísmo. Desde un punto de vista evolutivo, las estrategias oportunistas, las de aquellos que se aprovechan del bien común, pero que no contribuyen a él, como el vecino que no paga el ascensor aunque lo utilice, son imbatibles. Pero el hecho de que la especie humana no se haya extinguido (si sólo se reprodujeran los egoístas la especie no podría durar mucho porque estos sólo pueden sobrevivir si existen altruistas de los que aprovecharse) prueba que debe existir algún contrapeso evolutivo que nos haya permitido sobrevivir. La respuesta es la ira y la venganza, que nos induce a castigar a los egoístas. Así que, paradójicamente, una sociedad verdaderamente altruista y cooperativa necesita del castigo, incluso cuando este es desproporcionado, para sobrevivir a sus propios buenos sentimientos. Eso es lo que está en cuestión en España y el motivo por el que el perdón a los delincuentes nacionalistas pone en riesgo nuestra supervivencia como nación de iguales en vez de garantizarla, como defiende el PSOE.