José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Resignarse a que el prófugo permanezca impune lesiona la integridad ética y democrática de nuestro sistema y desmiente los principios de la convivencia entre los Estados de la UE
En la madrugada de hoy, cuando se escriben estas líneas, se desconoce qué decisión adoptarán las autoridades gubernativas y judiciales italianas sobre Carles Puigdemont, detenido/retenido en Cerdeña a las 21:00 del día de ayer. En las horas posteriores, existía la duda de si la euroorden tramitada por el magistrado Llarena está o no suspendida, porque sobre ella pende una cuestión prejudicial en el Tribunal de Justicia de la UE en Luxemburgo. Este mismo órgano jurisdiccional de la UE suspendió primero la decisión del Parlamento de retirar la inmunidad al expresidente de la Generalitat y a Antoni Comín y decidió, después, privarles de ese privilegio tal y como había aprobado la Cámara. Por lo tanto, deben aclararse los términos técnicos de lo que unos han entendido como una detención formal y otros como una mera retención precautoria hasta comprobar si la orden de detención y entrega está activa —como mantenían ayer fuentes del Supremo— o, por el contrario, suspendida, como argumentaban los abogados de Puigdemont.
Al margen de que la detención/retención del expresidente de la Generalitat sea fugaz o prolongada, al margen de que sea liberado de forma inmediata o sometido a un procedimiento de extradición (cualquiera cosa es posible), el Estado español, a través de los mecanismos de cooperación judicial establecidos en la UE desde el acuerdo marco de 2001, tiene la obligación de persistir en que se haga justicia con todas las garantías procesales. Nuestras leyes no contemplan juicios penales en ausencia —sí en otros países democráticos— y por lo tanto hasta que Puigdemont y los otros dirigentes que igualmente están procesados no sean entregados a España y juzgados presencialmente, nuestro sistema democrático sufre una erosión en su legitimación internacional —reconozcámoslo— y demuestra una impotencia inasumible con la impunidad de unos políticos que incurrieron en graves delitos a tenor de la sentencia de la Sala Segunda del Supremo de octubre de 2019, que condenó a 12 dirigentes que participaron en los hechos insurreccionales de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se comprometió de forma solemne a traer a Puigdemont a España para que respondiese a la Justicia. Lo hizo el 5 de noviembre de 2019, poco antes de las últimas elecciones generales. Formuló un compromiso de Estado, estableció un objetivo de superioridad democrática y garantizó la igualdad ante la ley. Y, sobre todo, pretendió arraigar la idea de que el Estado no bajaba los brazos ante el desafío del político catalán. Ni a Sánchez ni al Gobierno corresponde la gestión de la extradición, pero sí la política exterior, el trabajo permanente de refutar el discurso separatista de Puigdemont, la tarea de propiciar su aislamiento en la Unión Europea y la obligación de anteponer las cuestiones de principio sobre las alianzas de coyuntura que les permiten —si bien con difíciles equilibrios parlamentarios— mantenerse en el poder
Al exigible regreso conforme a la legalidad europea, que es también la nacional, de Puigdemont, no caben paliativos o consideraciones oportunistas como las que se oyeron ayer y durante las primeras horas de esta madrugada: que la situación de Puigdemont alteraba el pacto PSOE-ERC, que ponía en peligro la ‘mesa de diálogo’, que fisuraba la mayoría parlamentaria para la aprobación de los Presupuestos… Obviando que en este asunto nos estamos jugando la funcionalidad del Estado, que atravesó por una situación crítica en 2017. Y al que determinadas políticas del PSOE han debilitado. La precipitación en los indultos por unas razones de “utilidad pública” que no se han percibido de forma ostensible; la callada por respuesta a las bravatas de los portavoces de los independentistas; la connivencia de Unidas Podemos con ERC y demás partidos separatistas pese a asumir responsabilidades importantes en el Gobierno de coalición. Y, sobre todo, el desaire gravísimo desde el Consejo de Ministros al Tribunal Supremo e, incluso, al propio Ministerio Fiscal.
Aunque Puigdemont vuelva a escapar y regrese a Waterloo amparado por los ultraderechistas separatistas de Flandes, la batalla no puede, no debe, darse por perdida. Décadas se ha tardado en que Bélgica extraditara a la etarra Natividad Jáuregui, alias ‘Pepona’, presunta asesina de un teniente coronel en 1981. Residía desde 2003 en Gante, allí se había instalado en plena impunidad, era hasta popular por su ‘catering’. El 22 de noviembre del pasado año, llegó a España y está en la cárcel. Hasta tres euroórdenes emitió la Audiencia Nacional (en 2004, en 2005 y en 2015), rechazadas todas por la Justicia belga, que fue reprendida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Tarde lo que se tarde, Puigdemont debe ser extraditado. España y su Estado no pueden resignarse porque, como escribió Balzac, “la resignación es un suicidio cotidiano”. O, en otras palabras: resignarse a que el prófugo permanezca impune lesiona la integridad ética y democrática de nuestro sistema y desmiente los principios de la convivencia entre los Estados de la UE.
La oposición, en este caso el PP, tiene en este asunto una obligación: recordarle su compromiso a Sánchez, prestarle asistencia nacional e internacional en su consecución y, si por esa política estadista le abandonan sus aliados, sostenerle para librarle del secuestro político de sus falsos aliados y prestarle sus votos en las Cortes Generales. Por lo demás, y a modo de coda, confiemos en que los tejemanejes del fugado con esa opaca Rusia de Putin tengan su coste, ahora o más adelante, para este personaje tan turbio como es Puigdemont.