José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
En noviembre del año 2009, un total de 12 diarios reivindicaron la dignidad de Cataluña. Tras Pujol, Mas, Puigdemont y, ahora, Torra, sería el momento de reclamarla de nuevo
Un 26 de noviembre de 2009, 12 periódicos editados en Cataluña publicaron un editorial conjunto titulado “La dignidad de Catalunya”. Se trataba de un texto admonitorio al Tribunal Constitucional que debía resolver sobre la adecuación del nuevo Estatuto catalán de 2006 a los preceptos de la Carta Magna.
El último párrafo de aquel texto decía lo siguiente:
“Que nadie se confunda, ni malinterprete contradicciones de la Catalunya actual. Que nadie yerre el diagnóstico, por muchos que sean los problemas, las desafecciones y los sinsabores. No estamos ante una sociedad débil, postrada y dispuesta a asistir al menoscabo de su dignidad. No deseamos presuponer un desenlace negativo y confiamos en la probidad de los jueces, pero nadie que conozca Catalunya pondrá en duda que el reconocimiento de la identidad, la mejora del autogobierno, la obtención de una financiación justa y un salto cualitativo en la gestión de las infraestructuras son y seguirán siendo reclamaciones tenazmente planteadas con un amplísimo apoyo social y político. Si es necesario, la solidaridad catalana volverá a articular la legítima respuesta de una sociedad responsable”.
Desde aquel editorial hasta el presente —este martes, segundo aniversario del referéndum ilegal del 1-O—, la dignidad de Cataluña ha sido agraviada. De una forma que no pudo prever aquel texto periodístico conjunto. Porque no era pensable entonces que Jordi Pujol, casi un cuarto de siglo presidente de la Generalitat, confesase en julio de 2014 que había defraudado por años y años a la Hacienda Pública. Aquel 2009 del editorial conjunto de 12 diarios catalanes, era imposible imaginar que a Jordi Pujol se le retirasen —lo hizo Artur Mas— sus privilegios de expresidente, dejando de percibir la pensión (82.100 euros), desposeyéndole de su oficina en el paseo de Gracia y del personal administrativo a su servicio. Tampoco, que se abrirían largas instrucciones penales —todavía en curso— que darían en la cárcel con dos de sus hijos. Y con él y varios miembros de su familia investigados.
Cuando se pensó editorialmente en la ‘dignidad de Catalunya’, tampoco pudo suponerse que Artur Mas, el delfín de Pujol, tendría que disolver su partido, Convergència Democràtica de Catalunya, por el insoportable lastre de la corrupción (aquel 3% denunciado con anticipación, en 2005, en el Parlamento por Pasqual Maragall) y él mismo, condenado por desobediencia, primero por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y luego por el Supremo, lo que le ha inhabilitado para el ejercicio de cargo público hasta el 23 de febrero de 2020. Artur Mas, desoyendo al Tribunal Constitucional, ordenó la celebración del ‘proceso participativo’ del 9-N de 2014. Los parlamentarios de la CUP, no obstante, le arrojaron ‘a la papelera de la historia’ el 10 de enero de 2016 para sentar en la sede del Palacio de San Jaime a Carles Puigdemont, a la sazón alcalde de Girona.
Se sabía que el de Amer —su pueblo natal— era un radical, de sesgo carlista, e independentista de largo aliento. Solo permaneció en la presidencia de la Generalitat entre aquel frio enero de 2016 y el benigno octubre de 2017. Porque vencida aquella jornada en la que proclamó unilateralmente la independencia de Cataluña, ni arrió la bandera de España ni se cumplieron —frustradas— las expectativas de segregación ilegal que había sostenido pugnazmente. Escapó. Antes, el 6 y 7 de septiembre de 2017, en el Parlamento de Cataluña, se produjo el más bochornoso espectáculo de indignidad democrática. Tal que no pudieron imaginar el/los redactores del editorial conjunto de noviembre de 2009. Hoy, Carles Puigdemont está huido de la Justicia española y su situación es la de procesado, entre otros, por el delito de rebelión. Dejó en la estacada a parte de los suyos y a sus socios de ERC, cuyo máximo dirigente y vicepresidente de su Gobierno, Oriol Junqueras, espera sentencia, ya inminente, del Tribunal Supremo.
En mayo de 2018, desde su refugio en Waterloo (Bélgica), Carles Puigdemont impuso su sucesor a la mayoría parlamentaria independentista: Quim Torra, un secesionista radical, eufemísticamente calificado de ‘esencialista‘ (léase, xenófobo), que el próximo mes de noviembre será juzgado por desobediencia a la Junta Electoral Central por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Torra es la viva representación de la devastación política, cívica y moral a la que está siendo sometida la sociedad catalana. Torra estaría implicado —veremos hasta dónde— por miembros de la facción más radical de los CDR (equipos de respuesta táctica) en comportamientos que eludo calificar porque resultan de tal indignidad que es mejor evitar adjetivos para dejar desnudo el hecho insólito, inimaginable, de una presunta complicidad del representante del Estado en Cataluña con acciones violentas.
Son estos personajes los que han infligido a la ‘dignidad de Catalunya’ el más grave deterioro. Y, ahora, esa dignidad que la sociedad catalana merece se mantenga indemne, que su historia reclama y que su futuro necesita, apela a que se reivindique de nuevo sin marrar en la identificación de los responsables de perpetrar las más altas indignidades. Las peores: aquellas en que han incurrido e incurren los elegidos por su propio pueblo para que representen, precisamente, su dignidad colectiva.