ARCADI ESPADA-El Mundo
Un día clave del Proceso, habitualmente poco subrayado, es el 17 de agosto de 2017, cuando mataron a 15 personas en Las Ramblas de Barcelona. Recordarás –y te avergonzarás– que la entidad Òmnium Cultural publicó una filmina miserable donde insinuaba que el Estado español era el responsable del atentado. Me sorprendió mucho que ninguna de las acusaciones preguntara por ello a su entonces presidente, Jordi Cuixart, ya que entre todas las conductas infames que se le podrían atribuir ésa era de las destacadas. El fundamento de la filmina era la veterana falacia del Cui prodest, es decir, la adjudicación automática de un crimen al que obtiene de él beneficio. La falacia está en la base de múltiples teorías conspirativas, entre ellas la que adjudicaba al Psoe la responsabilidad de la matanza de los trenes de Atocha, porque Zapatero habría sido presidente gracias a ella.
La virulenta acusación era consecuencia del temor nacionalista a que el atentado hiriera de muerte los planes del referéndum del 1 de octubre. Una interpretación lejanamente emparentada con la que atribuyó el fin de ETA, precisamente, a la matanza de Atocha. Los nacionalistas temían que la aparición inesperada de un brutal enemigo exterior disolviera las rencillas interiores y la cohesión civil se impusiera frente al factor divisivo del referéndum. Por eso procuraron desde el primer momento que el duelo y la solidaridad no rebajaran la tensión intracomunitaria. El escenario más brutal de esa estrategia fue la manifestación del 26 de agosto, que contó con la asistencia del Rey, el presidente Rajoy y otras altas autoridades del Estado. Fue, sin duda, la manifestación más humillante que Cataluña se haya dado a sí misma. Y debe decirse que el territorio destaca en performances de esta naturaleza, como lo demuestra la que reunió a unos pocos miles de personas bajo la lluvia el 27 de febrero de 1981 en escuálida protesta ante el golpe de Estado de cuatro días antes. O la de la primavera de 1984 cuando miles de barceloneses salieron a la calle en defensa de los negocios privados de Jordi Pujol que ya en aquella época –aunque ciertamente las ovejitas luceras desconocían el hecho– combinaba la presidencia de la Generalidad con el impago de impuestos y la evasión de capitales.
Los independentistas lograron mantener partida a la sociedad catalana después del atentado. Al modo en que en la manifestación posterior al 11 de marzo de 2004 el grito ¡Asesinos! estuvo dirigido al presidente Aznar, en la de agosto de 2017 fueron el presidente Rajoy y el Rey de España los que tuvieron que encajarlo. Si la guerra de Irak fue la autojustificación que en 2004 se dio la turba, en agosto era la acusación de vender armas a regímenes infames. Las vejaciones que aquel día sufrieron los representantes del Estado aún no pueden contarse en detalle. Pero en el perturbado imaginario independentista sirvieron para afianzar el viejo y conocido olor: los muertos de Las Ramblas eran una desgracia más que añadir a las que España trae de serie.
El atentado sirvió para algo más, absolutamente crucial: introdujo en el imaginario nacionalista la autodeterminación armada. Para que esta peculiar fantasía cuajara hubieron de producirse algunos hechos fortuitos, pero bien aprovechados por la propaganda. El primero fue la decisión del juez Andreu de poner bajo la coordinación de los Mossos la investigación del atentado. El fiscal Romero de Tejada, que ya murió y con el que mantuve algunas conversaciones aquel verano, no daba crédito a la torpeza estratégica de la decisión del juez: no solo le parecía dudosa la capacidad técnica de los Mossos para ponerse al frente del operativo; es que era claramente inoportuna en el contexto de insurgencia que empezaba a vivirse en Cataluña. El atentado iba a concitar por unos días la atención de medio mundo y en la obstinación del separatismo por dotarse de estructuras de Estado la decisión del juez Andreu encajó como un guante. De más está preguntarse por qué el juez tomó esta decisión. El juez pertenece a esa ilusoria opinión española que ha creído, y cree, que ampliar la responsabilidad del nacionalismo en los asuntos comunes convertirá a los nacionalistas en personas responsables.
Los presagios del fiscal se cumplieron de una manera dolorosamente precisa. Primero en lo técnico. Los Mossos ya habían fallado en la prevención del atentado, de cuya posibilidad abstracta tenían noticias. No porque no lo evitaran, sino porque no hicieron nada por evitarlo, quizá inconscientemente fiados a que Barcelona, ciutat de pau, no podía ser escenario de la crueldad ciega del terrorismo. Pero los errores sucesivos fueron los auténticamente clamorosos: la detección de los planes terroristas en Alcanar fue tardía; falló la operación Jaula para dar con el asesino de la camioneta; interceptado luego en un control, logró escapar y, por último, tanto él como los terroristas de Cambrils murieron a tiros en circunstancias que, por decirlo benévolamente, no obligaban a su muerte.
El buen fiscal acertó también en la instrumentalización política del protagonismo que el juez había dado a los Mossos. Aunque para que la instrumentalización se ejecutase hubo de mediar una inusitada operación de falsificación y propaganda, de las más extraordinarias del Proceso. La torpe operación policial fue convertida en otra de drástica y espectacular eficacia. Y lo más decisivo: en un tráiler trepidante de lo que iba a ser la Cataluña independiente. El azar, además, cristalizó en la llamada suerte de los campeones. Del mosso tirador que liquidó a los terroristas de Cambrils se anunció que había sido legionario, y así tampoco hubo españolazo que pusiera objeción. Pero lo cierto es que a la impericia en la captura del comando pudieron haberse añadido inquietantes dudas morales. Para comprender el éxito de la operación de silenciamiento por parte del nacionalismo (sobre una comunidad aquejada, eso sí, de graves problemas de inmunodeficiencia moral) basta con imaginar qué habría pasado, ¡cuánta protesta en los parlamentos y hasta en la calle!, si el juez Andreu hubiera encargado la operación a la Policía y la Guardia Civil y el tirador legionario hubiera pertenecido a uno de los dos cuerpos. Un año y medio después, las autopsias de los muertos de Cambrils siguen sin aparecer en el sumario judicial, que casi en su totalidad ha dejado de ser secreto.
De la tragedia y las mentiras de aquel verano nació el mito de un policía nacido en 1965, en Badalona y criado en Santa Coloma de Gramenet, llamado José Luis Trapero Álvarez. Su presencia en las ruedas de prensa que daban cuenta de las acciones de los Mossos provocaba perceptibles estimulaciones erógenas en el independentismo. Aunque, ciertamente, era más la pistola que la alegría de verlo. Hoy espera juicio en la Audiencia Nacional acusado de sedición y organización criminal. Es larga ya la carta visto lo que me queda por contarte.
Sigue ciega, tu camino
A.