Patxi López ha intervenido con su habitual claridad de juicio y de palabra: “Una cosa es ir a una cena y otra, corromperse”. Fue Tito Berni el responsable único del quilombo Mediador:  «no hay ningún otro diputado que se haya deslizado por la pendiente de la corrupción». Guerrero, director general de Trabajo de la Junta de Andalucía, atinó con una exquisita diferencia: “soy jovial, pero no putero”. Él murió en 2020 sin llegar a ingresar en prisión. Era también juguetón con la cocaína, a juzgar por el relato que su chofer, Juan Francisco Trujillo hizo a la juez Alaya, instructora de los Eres hasta que la apartaron del caso: 25.000 euros dijo que gastaban cada mes en coca, una cantidad suficiente para convertir cualquier fosa nasal en el cráter del Krakatoa.

Trujillo también le cantó a la juez que su jefe acostumbraba a comer en restaurantes como  el ‘Cabo Roche’ y que después alargaba la jornada por la tarde en un bar de copas vecino, el ‘Caramelo’, donde hacían los gin tonics tal como le gustaban a Guerrero y ya, de paso, despachaba los asuntos con los clientes. Después los recibía en el despacho y perfeccionaban el negocio.

Hay una lógica implacable en todos los asuntos de corrupción que afectan al PSOE. O en casi todos, aunque los medios hayan cambiado. En los tiempos de Juan Guerra, cuando el hermano del vicepresidente del Gobierno ocupó un despacho en la Delegación del Gobierno en Sevilla, para recibir allí a empresarios y tomar cafelitos mientras hablaban de sus cosas, todo era mucho más modesto: no había más que café en un despachito y ni hablar de fantasías, como putas y cocaína, aficiones abiertamente incompatibles con los 100 años de honradez de los que presumía el Partido Socialista. Era el inicio de los años 90 y los socialistas hacían votos porque Alfonso Guerra desconocía por completo las andanzas de su hermano. Era una cuestión banal: el meollo del asunto estaba en que Juan Guerra había ocupado ilegalmente un despacho sin que el delegado del Gobierno (se sucedieron tres) ordenara ponerlo de patitas en la calle. No solo eso, sino que ni siquiera descolgaran el teléfono para contarle al vicepresidente lo de su hermano.

Pasar de la ocupación de un despacho a utilizar como marco incomparable de los encuentros la sede de la soberanía nacional, el Congreso de los Diputados, revela una mejora considerable de nivel. Allí organizaba Tito Berni el encuentro de empresarios con diputados socialistas a los que presumiblemente comisionaban para favorecer sus negocios, conseguirles subvenciones o retirarles sanciones.

Putas y coca acompañaron el caso Roldán y parece que ahora, el caso Mediador. Hay unos 20 diputados a los que el ingenio popular ha bautizado como ‘diputeros’. Tito Patxi ha preguntado un poco por ahí y ha concluido que no hay más diputados implicados ni en las actividades corruptas ni en «actuaciones deshonestas». Esto debe de ser por lo de las putas; honradez y honestidad son términos equiparables en España: la manita inocente y la frontera de la cintura. En las filas socialistas han empezado a cundir los nervios, el temor a verse salpicados y los diputados y senadores piden a sus compañeros asistentes a las cenas que se expliquen y al Gobierno una verdadera investigación, más rigurosa que las cábalas de Patxi López sobre el tema.

Un hombre con la boca abierta

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