Bernard-Henri Lévy -El Español
Está claro que el trumpismo no morirá con Trump. Hace casi 20 años, una revista estadounidense, The Atlantic, me pidió rehacer, dos siglos después, y en Estados Unidos, el viaje de Tocqueville. ¿Y qué descubrí? Las huellas, sin duda, de la gran revolución democrática que, todavía en estos momentos, convierte a Estados Unidos en la república ejemplar descrita y celebrada por mi ilustre predecesor.
Sin embargo, también me encontré esa mezcla de complots, racismo enraizado, antisemitismo resurgente, supremacismo blanco, supremacismo negro, paranoia con la seguridad e higienismo confinado; también la ignorancia mugrienta del resto del mundo, la vulgaridad moral y política, el culto al dinero, el cinismo y el egoísmo que triunfaron con Trump, pero que es factible, y es un temor muy fundado, que sobrevivan a su desgracia. La roca Tarpeya a los pies del Capitolio, sí, pero ¿y después qué?
Los acontecimientos siguen como estaban previstos. El miedo. Los excesos de los hombres dóciles. El pasmoso consentimiento ante la pérdida de las libertades. La biopolítica en el puesto de mando. El control minucioso de los cuerpos, de sus idas y venidas, de los otros cuerpos y sus encuentros, de sus salvoconductos de salida. El triunfo de la distancia social. El retorno por la puerta grande de las familias. La epidemia de las depresiones, una avalancha en los gabinetes de los psiquiatras y los divanes. El miedo ante las vacunas. La exigencia de las vacunas. El conspiracionismo generalizado. La irracional demanda del Estado con, como corolario, la explosión del populismo penal.
Hay un libro, uno solo, que vale la pena leer a propósito de todos estos temas, de la absurdez de las normas burocráticas que funcionan mejor cuanto más se pide el cierre de las librerías y los cines «por nuestro bien»; en definitiva, cuando se pide un «Estado canguro» y la «parodización» de nuestra vida. Este libro es Infantilisation (Presses de la Cité), de Mathieu Laine.
Sobre todo, por dos de sus tesis. Que el mal, aquí también, viene de lejos. Y que se puede aprender mucho más sobre el tema en libros de Balzac, Giono o García Márquez que en la retórica ubuesca del ministro de Sanidad, que solamente sabe repetir, en bucle: “¡No podemos relajarnos! ¡No podemos relajarnos!”.
Leo los comentarios sobre el regreso de Navalny a Rusia. Uno nos explica que el ruso ha “calculado” su movimiento para aterrizar en Moscú tres días exactos antes de la investidura de Biden. Otro comentario, que sigue la línea de la célebre disuasión del débil ante el fuerte y que hace las veces de analista para los clausewitzianos de domingo, dice que el principal opositor de Putin ha firmado un golpe maestro colocando a su adversario “en una situación bochornosa”.
En el tercero, es la propia Europa la que, hundida en sus contradicciones, sanciones y gestos autoritarios, está “a los pies del muro” —¡bien jugado, señor Navalny!—. Francamente… ¿Se les caerá la lengua a los comentaristas si tienen que decir que este hombre, sobre todo, lo que ha demostrado es una inusitada fuerza de espíritu? ¿Acaso ante la imagen extraña y sublime de una sinceridad tan desarmada no cabía escribir otros textos y no esos análisis de andar por casa? ¿No había lugar a señalar que aún hay un puñado de hombres y de mujeres —aunque en Rusia— que siguen dispuestos a ofrecernos esa “valentía” con la que Solzhenitsyn, en su discurso de Harvard, hace 42 años, se lamentaba de la decadencia de Occidente?
Pienso en Aleksandr Litvinenko, Anna Politkovskaia, Anastasia Babúrova, Borís Nemtsov, Natalia Estemirova, Serguéi Iouchenkov, Stanislav Markélov, Serguéi Magnitski, y en tantos otros que ya no están entre nosotros. Pienso en estos santos entre los perros. Entre los corderos entre las hienas y los sicarios. Contengo el aliento por Navalny.
No conocí mucho a Marielle de Sarnez, aunque me la he ido cruzando desde aquel día en que la conocí, hace 30 años, cuando vino a hablar conmigo de un artículo del joven François Bayrou, que lanzaba, en Le Figaro, la ofensiva contra la reforma de la ortografía. En estos años, hemos intercambiado mensajes sobre Masud, los kurdos, los disidentes contrarios a Putin, el deseo de Europa del pueblo de Ucrania, del peligro del islam político, de los derechos humanos como brújula, la democracia como faro y la preocupación de los pueblos lejanos como horizonte. Era una mujer con agallas. Elegante. Con un aura de libertad poco corriente. Después, una mañana, hace no mucho tiempo, esta frase que se les antojará enigmática a algunos, pero no a mí: “Bienaventuradas las hijas y bienaventurados los hijos cuyos padres fueron héroes”. A buen entendedor, mis condolencias.
Hace unos meses, por el aniversario del asesinato del comandante Masud, volví a Afganistán. Allí me encontré a mujeres libres, sin velo, algunas hasta frecuentaban los estadios de fútbol. Jóvenes amantes del rock y de la música persa tradicional. Periodistas que, desde la época en la que fundé Les Nouvelles de Kaboul, allá por 2003, han aprendido el oficio de manera admirable. Niños jugando con cometas. Una generación de servidores del Estado que por fin emerge.
Y mi viejo amigo, Abdullah Abdullah, compañero de Masud, que salía para Doha, donde empezaban las negociaciones de paz con los talibanes… Cuatro meses después, nada ha salido en claro de esas conversaciones. La delegación talibán se mofa del mundo. Desde que Estados Unidos hizo saber que el contingente armado internacional —de casi 150 000 hombres hace 10 años; 13 000 hombres hace diez meses y 2500 en estos momentos— será íntegramente repatriado, los asesinos dan palmas de alegría. Decenas de muertos en sus atentados con coches bomba. Explosivos de las embajadas. Refuerzos que llegan de Pakistán y, además, también de Irán. Esta semana, dos mujeres juzgadas en el Tribunal Supremo, víctimas de un atentado. Las puertas del infierno se han abierto. La noche retumba en Kabul.