IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

El martes pasado le contaba la perplejidad que me produjo la coincidencia en el tiempo de una carta, una promesa electoral y un globo sonda que caminaban en la misma dirección. La primera, inspirada por el famoso economista (de la escuela rompedora) Thomas Piketty y firmada por destacados miembros (y miembras claro) de los partidos que sustentan a nuestro Gobierno, solicitaba al Banco Central Europeo la cancelación de una buena parte de la deuda que los países ‘socios’ de la entidad tienen con la alta autoridad monetaria. A nosotros nos correspondían nada menos que 300.000 euros de ‘perdón’.

La promesa electoral la realizaba el candidato -en las elecciones de hoy-, Salvador Illa, quien se comprometía a solicitar al Gobierno central, del que ha formado parte hasta hace tres minutos, que perdonara a Cataluña la deuda que mantienen con el Estado. Se le olvidó decir cuánto, pero esté tranquilo porque seguro que será mucho dinero. Por último, el globo sonda lo emitía la vicepresidenta tercera del Gobierno e iba dirigida al estudio de una cancelación de las deudas que empresas y autónomos soportan, y que teme no puedan devolver ante la prolongación exasperante de las restricciones a la movilidad que impone la pandemia y que castiga de manera inmisericorde a muchas empresas.

No le voy a aburrir con la repetición de los argumentos a favor y en contra de las propuestas que modifican esa caduca manera de pensar que impone el pago de las deudas, aunque solo sea por el egoísta motivo de poder endeudarse más tarde, cuando sea necesario. Únicamente me ha sorprendido mucho que haya comentaristas y políticos que sepan la reglamentación del BCE mejor que su presidenta, Christine Lagarde, y su vicepresidente, Luis de Guindos quienes sostienen con firmeza que es imposible, además de inconveniente, injusto e irrealizable.

Me deja perplejo la facilidad con la que se lanzan propuestas para el ‘perdón’ de las deudas

La falta de espacio me obligó a soslayar la justificación que los firmantes de la carta daban a su petición y, como me parece genial, me permito volver sobre el asunto. La razón esgrimida es que los países miembros «necesitamos recuperar el control de nuestro destino». Perfecto. Voy a ver si no me pierdo con el razonamiento. Resulta que hemos perdido el control de nuestro destino y que tan horrible situación es consecuencia de habernos endeudado en exceso hasta alcanzar cifras elevadísimas, cuya devolución futura está comprometida.

Me imagino que no será necesario recordarle que los firmantes pertenecen a partidos que, cuando han gobernado, han tratado al déficit con la máxima crueldad y el mínimo respeto y que, cuando han estado en la oposición, han vapuleado todos los intentos de reducir el espacio existente entre los ingresos y los gastos públicos. A todo aquél que tratara de equilibrar las cuentas se le calificaba de «austericida» y se le señalaba como un insensible social, enemigo del pueblo.

Es decir, primero regamos la sociedad con los más variados derechos, cuya financiación nos obliga a engordar el déficit de manera desaprensiva. Esto nos provoca acumulaciones masivas de deuda pública y el final de la historia es que la deuda acumulada nos conduce a la pérdida del «control de nuestro destino». Para volver a controlarlo, podríamos haber estudiado y propuesto un calendario de pagos, aunque fuese extendido a lo largo de décadas.

Pero no, hemos decidido que eso es muy cansado, así que pedimos directamente que practiquen, los demás claro, el principio evangélico del perdón de nuestras deudas y podamos así retomar el control de nuestro destino de manera inmediata. La idea me parece estupenda. Figúrese que cuela… ¡Que alegría, más dinero para gastar! Eso es lo que gusta a nuestros actuales dirigentes (a los anteriores también) y a la mayoría de los ciudadanos, así que no se le ocurra oponerse. Corre el riesgo de ser insultado y señalado como un asqueroso liberal. ¡Dios mío, que deshonra más grande!