¿Qué hay de malo en ello?

JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA, EL CORREO 20/01/13

· Admitir el derecho a decidir, negándose a aceptar el de la independencia, es asomarse al torbellino creyéndose a salvo de ser engullido por él.

Alos partidos catalanes favorables al derecho a la consulta, pero no por ello defensores de la independencia, es decir, a PSC e ICV, les ha parecido inaceptable la propuesta de resolución que habían preparado al alimón CiU y ERC para ser aprobada en el primer pleno de la nueva legislatura, a celebrar el próximo día 23. La propuesta, que se proponía en principio atraer a todo el que defendiera el «derecho a decidir», habría sido redactada, según denuncian aquellos, desde la perspectiva de quien considera la independencia la única alternativa al actual statu quo.

Como consecuencia de esta discrepancia, los promotores de la iniciativa, CiU y ERC, han aceptado presentar una redacción que se dice más moderada, mientras que los discrepantes, PSC e ICV, los han secundado presentando sendas propuestas que pretenden servir de base para una negociación que converja en una resolución común. En la posición de, al menos, estos dos últimos partidos late la idea de que entre el derecho a decidir y el derecho a la independencia cabe un espacio en el que quienes admiten sólo el primero y quienes defienden también el segundo pueden encontrase y convivir de manera armoniosa y permanente. Por lo visto, también ellos se han hecho la pregunta retórica que en su día repitiera el lehendakari Ibarretxe: «¿Qué hay de malo en ello?», a saber, en preguntar a la ciudadanía cómo quiere decidir su propio destino.

Pues de malo hay –si es que de bien y de mal puede hablarse en estas cosas– que quien admite el derecho a decidir en los términos en que cualquier nacionalismo lo plantea está prácticamente abocado a defender también el de la independencia. Porque la libre decisión o, dicho sin el eufemismo al uso, la autodeterminación a la que tendría derecho una colectividad va necesariamente ligada, como muy bien arguye en este caso la propuesta de resolución de los nacionalistas CiU y ERC, a la soberanía que a tal colectividad se le supone. Aceptar, por tanto, sin más precisiones, el derecho a decidir de una colectividad, pretendiendo negarse a admitir al mismo tiempo el de la independencia, es como querer asomarse al primer bucle del torbellino, creyendo que va uno a poder salvarse de ser engullido por su vorágine.

En el escenario catalán, la postura de ICV resulta más comprensible. Va en la naturaleza del «radicalismo democrático» que este partido se arroga –tal y como ocurría en Euskadi con la Ezker Batua de los tiempos del mencionado lehendakari Ibarretxe– no irle nunca jamás a la zaga, por razones de la irrenunciable coherencia ideológica, a quienquiera que proclame defender la más absoluta de las libertades que imaginarse pueda.

No es éste, sin embargo, el caso del PSC que, como partido educado en el pragmatismo y animado por una permanente vocación de gobierno, no puede dejar de reconocer y aceptar los condicionantes de todo tipo –social, político y jurídico– con que la libertad y la democracia se encuentran a la hora de hacerse realidad. Resulta, por eso, sorprendente que un partido como éste se haya dejado enredar en la simpleza de ese silogismo en bárbara que el nacionalismo emplea para transitar de la soberanía a la independencia, pasando por el inocuo derecho a decidir.

La explicación de este comportamiento tan sorprendente ha de buscarse en la deriva que los socialistas catalanes vienen sufriendo desde que, bajo el liderazgo de Pasqual Maragall, formaron en diciembre de 2003 aquel ya emblemático ‘Govern tripartit’ y se propusieron proceder a la elaboración de un nuevo Estatut que reformara de arriba abajo el vigente de Sau. El propósito se demostró demasiado ambicioso y, en la misma medida, desmesurado. Había en él un intento larvado, pero, en todo caso, fácilmente detectable –y muy en línea, por otra parte, con la tradición política catalana–, de reformar, esta vez por vía indirecta, la Constitución española en lo que ésta supone de estructuración territorial del Estado.

Ocurrió en consecuencia que, cuando la propuesta de nuevo Estatut fue corregida, primero, en el Congreso y, más tarde, por el Tribunal Constitucional, los socialistas catalanes, en vez de actuar con la templanza política que ha de suponérsele a un partido de Estado y explicar a la opinión pública tales correcciones en términos razonables, decidió reaccionar como lo hubiera hecho cualquier partido nacionalista y ponerse a la cabeza de un movimiento, iniciado con la manifestación del 7 de julio de 2010, que sólo sirvió para exacerbar los sentimientos de agravio y fortalecer el victimismo.

La torpeza de esta conducta quedó puesta en evidencia por sus resultados. En primer lugar, se reabrió la brecha entre las dos corrientes del socialismo catalán que en su día convergieron para formar un único partido. De otro lado, se condenó a la insatisfacción y a la orfandad, en idéntica medida, a los dos sectores de su electorado –el catalanista y el españolista– que hasta entonces se sentían por él representados. Y, finalmente, como efecto de la desorientación y de la desbandada, se echó en brazos del nacionalismo a un buen puñado de quienes durante tanto tiempo se habían mantenido fieles votantes.

El socialismo catalán ha quedado así como embolsado en territorio hostil, sin saber cómo reorientarse en la nueva situación creada a raíz de la segunda manifestación del 11 de septiembre de 2012. De este modo, la resolución que los socialistas catalanes acaban de presentar en el Parlamento, distanciándose de los nacionalistas, no puede interpretarse sino como un tardío intento de devolver a la lámpara al genio que también ellos conjuraron a salir.

JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA, EL CORREO 20/01/13