JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • «El protocolo, en su acepción común, está pensado para solemnizar actos, pero otra acepción de ‘protocolo’ se refiere a formalizar actas. Distíngase protocolo de actos y protocolo de actas. Por ejemplo, las actas de un acuerdo. Este también se lo salta el sanchismo, que está necesitando que le den protocolo urgentemente»

Una parte del protocolo atañe al atuendo, y realmente puede resultar enojosa. Uno, con su torpe aliño indumentario, evitó la corbata en el Congreso, algo que habría horrorizado a Bono, pero situémonos en el tiempo. A mí me tocó la era de los diputados en camiseta reivindicativa, y para distinguirse de ellos bastaba con llevar camisa y americana. La corbata la reservé a las ocasiones en que estaba el Rey delante. Sensible como soy, arrastraba un cierto resquemor desde el día de mi comunión, cuando a los niños se nos vejaba con asfixiantes seudocorbatas que venían con el nudo hecho y se sujetaban bajo la solapa de la camisita con goma elástica. Mi padre no salió jamás de casa sin traje y corbata, así fuera para tomar un café, ir a la farmacia de la esquina o dar una vuelta a la manzana. Y ya sabemos del afán de afirmarse, al menos entonces, llevándole la contraria al progenitor. Como fuere, desde la irrupción de nuestros descamisados, en el terreno de la vestimenta España no tiene reglas.

Cosa distinta es que te nombren embajadora ante la Santa Sede, como a la señora Celaá, y te entregues a la provocación textil. Por ahí no podemos pasar. Si algo tiene el Vaticano es protocolo, y si algo distingue a un diplomático es respetarlo. Es España entera la que queda en ridículo cuando nuestra representante se presenta en el funeral de un Papa como quien sale a merendar a la pastelería Mallorca. Celaá tocó fondo: no solo escogió algo inadecuado; mordió la manzana prohibida: el color blanco.

La basca de Sánchez se viene muy arriba. Él mismo aprovecha cualquier acto con el Rey para exhibir descortesías. Al principio se consideraba a su mismo nivel y pretendía posar con su esposa al lado de los Reyes, provocando situaciones incómodas y alipori. Esa etapa está superada; ahora se considera por encima del Rey y cree normal adelantarse a él, cruzar por delante de él, postergar a la Corona. Es decir, llevar a la esfera de lo protocolario lo mismo que viene haciendo en términos políticos. El infeliz debe pensar que con su desenvoltura descoloca a Don Felipe. En esa misma línea, la señora Celaá habrá considerado que no estaba de más mostrar distancias con todo aquello que representa Benedicto XVI, Dios lo tenga en su Gloria, recurriendo al color blanco. Por no mencionar la pelliza pastoril con que decidió cubrirse. Si la Reina Sofía va de negro, yo iré de blanco, como una papisa, debió decirse.

No contemplo la posibilidad de que Celaá desconociera el protocolo. De entrada quizá sí, pero es sencillamente inverosímil que nadie le advirtiera de que en la Santa Sede solo pueden llevar prendas blancas tres mujeres. Las tres son reinas, una de ellas la de España. Si a Doña Sofía se le hubiera ocurrido presentarse de blanco en el funeral de Benedicto XVI, los expertos habrían indicado: silencio, ella sí puede, en España hay ahora dos reinas, he aquí una. Sin embargo, si hubiera hecho tal cosa, pudiendo hacerla, Doña Sofía no sería quien es: el paradigma de la distinción por la discreción.

El protocolo, en su acepción común, está pensado para solemnizar actos, pero otra acepción de ‘protocolo’ se refiere a formalizar actas. Distíngase protocolo de actos y protocolo de actas. Por ejemplo, las actas de un acuerdo. Este también se lo salta el sanchismo, que está necesitando que le den protocolo urgentemente. ¿Dónde están las actas del acuerdo con Marruecos que ha trastornado la diplomacia española, el arreglo secreto que castiga a nuestra nación con una especie de ‘capitis deminutio’? La disminución de nuestras capacidades no responde a acuerdos propiamente. El protocolo no aparecerá porque se trata de una componenda desde la renuncia, y el único documento capaz de explicarla sería la transcripción de los archivos que el incauto Sánchez guardaba en su móvil ‘hackeado’. Otrosí digo: ¿dónde está el protocolo de las negociaciones con el secesionismo catalán?, ¿dónde las actas que los españoles podamos consultar?, ¿o acaso no nos concierne la soberanía que como pueblo ostentamos?

Eran preguntas retóricas. No existen por escrito las negociaciones porque el mero hecho de recogerlas nos avergonzaría y dejaría al desnudo el estado terminal del Estado de derecho en España. Veríamos, de entrada, que un Gobierno nacional y uno autonómico se reúnen en pie de igualdad. Veríamos que ni siquiera negocian, sino que el todo se somete a la parte. Veríamos que el chalaneo casa mal con la transparencia, que la trujamanía rehúye las luces y taquígrafos. ¿Y el acuerdo con el nacionalismo vasco para liberar a los presos de la ETA en un proceso cuya continuidad –competencia de prisiones, beneficios penitenciarios, excarcelaciones continuadas– solo escaparía a un burro? Imagínate poner en papel el chamarileo siniestro, el regateo de sangre. Parece, sin embargo, que de las viejas conversaciones secretas con la banda sí se levantaba acta.

Con ser todo esto penoso, más lo es que nadie exija los protocolos eludidos. En primer lugar, de los acuerdos sombríos para soltar a los terroristas que siguen en la cárcel. A continuación, de los pactos con los golpistas, para que puedan reincidir sin consecuencias. Y ya de paso, en el caso de Celaá, la próxima vez que pretenda destacar incumpliendo los mínimos formales deberían vetarle la entrada en el Vaticano. Que un par de miembros de la Guardia Suiza se plante ante ella a modo de colorida barrera mientras el resto de asistentes, con las prendas adecuadas, accede. En plan porteros de discoteca, pero en impresionantes uniformes renacentistas. «Su Majestad, sí –dirán aludiendo a doña Sofía–. Usted, no».