IGNACIO CAMACHO-ABC

  • En la Iglesia lleva tiempo incubándose un movimiento contra Francisco que el ejemplar retiro de Ratzinger había contenido

Enterrado Benedicto XVI, por cierto en una ceremonia más fría o peor organizada de la que hubiese merecido, es hora de que los análisis se dirijan al ámbito político que subyace también en los entresijos del Estado pontificio. Hora de decir que la muerte de Ratzinger puede desencadenar el conflicto que su retiro, ejemplar en el empeño de no interferir a su sucesor, había contenido. Hora de señalar que en la cúpula de la Iglesia lleva cierto tiempo incubándose un movimiento crítico en contra de Francisco, un frufrú de sotanas en el que participan varios episcopados nacionales –con Alemania y Estados Unidos, desde criterios diametrales, entre los más significativos–, algunos movimientos seglares y destacados miembros del cuerpo cardenalicio.

Entiéndase: no es que el Santo Padre caiga bien o mal a muchos católicos, algo normal en una comunidad humana de dimensiones gigantescas. Ni que unos creyentes lo consideren demasiado conservador en asuntos morales –aborto, eutanasia, celibato, etcétera– y otros lo encuentren muy imbuido de los tics populistas de izquierda dominantes en Latinoamérica. La cuestión trata del reparto de poder en el Papado, de una batalla de influencia librada en los pasillos del Vaticano, y no es muy diferente de la que atormentó al propio Benedicto y desde Juan XXIII a todos los Papas contemporáneos. Sólo que ahora está alcanzando grados de indisciplina jerárquica muy elevados, en algún caso al borde del enfrentamiento cismático. Y que Bergoglio, ya con serios problemas de movilidad, tiene plena conciencia de que la situación empieza a desestabilizar su mandato, al punto de que en la reciente entrevista con el director de ABC confesó –acaso para tranquilizar a los disidentes– que ha previsto la posibilidad de declinarlo.

En cierta forma, lo que se perfila en el horizonte curial es una especie de toma anticipada de posiciones, un primer tanteo sobre la correlación de afinidades en el futuro Cónclave. Es sabido que siempre hay cardenales poco conformes con la idea de dejar que el Espíritu Santo guíe las votaciones. El propósito reformista de Francisco, algo confuso y superficial, encuentra resistencias en muchos sectores de miras antitéticas y es probable que, como le ocurrió a su predecesor, le flaqueen las fuerzas. Tal vez en la soledad romana de San Pedro, donde el suyo es el último teléfono que suena, haya comprobado que la Iglesia es de una pluralidad más compleja de lo que calculaba hace una década. Y que una cosa es el liderazgo espiritual y otra el político, cuyos mecanismos, tiempos y cadencias requieren ritmos distintos. Juan Pablo II logró una irrepetible comunión general con su autoridad, su estilo, su voluntad apostólica y su conmovedor espíritu de sacrificio. Pero a partir de él, el reto de actualización del mensaje de Cristo quizá sólo lo pueda abordar la inteligencia colectiva de un Concilio.