JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • No estamos ante un error técnico, sino ante una decisión política cuyas perversas consecuencias para la persecución de los delitos de violencia de género durarán por más que ahora la enmienden

Imaginar cómo su nombre pasará a la Historia es la principal tarea emprendida por el presidente del Gobierno español. Así lo ha confirmado el señor Huerta, apodado con justicia el Breve habida cuenta de que fue el ministro de más corto desempeño en la historia de España. Tan preocupado como está por mirarse al espejo, el señor Sánchez declaró hace no mucho que la Historia le recordará “por haber exhumado al dictador y reivindicar el pasado luminoso del republicanismo español”. De nuestras dos repúblicas se pueden decir muchas cosas menos que fueran luminosas, pese al empeño heroico de sus gobernantes por modernizar el país. Ambas perecieron víctimas de golpes de Estado y la segunda también de una espantosa guerra civil, sostenida más tarde durante 40 años de dictadura.

El narcisismo es la enfermedad más corriente entre los políticos y sus secuelas son a veces mortales para sus aspiraciones. Tanto se miran a sí mismos que se olvidan de todo lo demás y, si no se convierten en autócratas, acaban siendo víctimas de su propia y exagerada autoestima. Nixon acabó con la aventura bélica en Vietnam y abrió una etapa de reconocimiento y cooperación con China. Las gentes le recuerdan, sin embargo, como el gran tramposo que grababa en secreto las conversaciones con sus invitados y tuvo que dimitir tras el escándalo del Watergate. Clinton destacó por su impulso a la sociedad digital (las famosas autopistas de la información), pero en la memoria popular predomina su imagen disfrutando de la felación que le practicó una joven becaria en el mismísimo Despacho Oval. Estos son dos de los muchos ejemplos que nos demuestran que el futuro nunca es lo que era.

El señor presidente debería tenerlo en cuenta. Se encaramó al poder, sin ser ni siquiera diputado a Cortes, cabalgando sobre una vibrante tautología: no es no. “¿Qué parte del no no comprende?”, le espetó a Mariano Rajoy. Ahora corre peligro de caerse del caballo víctima del pleonasmo contrario, enfatizado por sus socios de gobierno: sólo sí es sí. ¿Qué parte de ese sí no entendió el señor Sánchez? Fuera la que fuera, le ha generado un descomunal revuelo en la opinión, un debate político ajeno a la cordura y una brecha profunda en las relaciones entre el partido socialista y sus socios, socias y socies. Su petulancia le había llevado a declarar solo días antes que la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual era un modelo que habría de inspirar “otras muchas leyes en el mundo”. No parece que esa profecía se vaya a cumplir.

Al margen del contenido de la ley, hay que poner de relieve la desvergüenza de los diversos integrantes del Gobierno a la hora de endosar toda la responsabilidad de la misma y sus “efectos indeseados” a cualquiera menos a quienes están obligados a asumirla. La ministra de Igualdad señala a los jueces (¿y juezas?) machistas, a los que pretende reeducar, mientras sus colegas en el Gabinete la acusan solo a ella y su comparsa. Todos al unísono cargan contra la llamada derecha mediática, según califican a cualquier comentarista que ponga de relieve la incompetencia y banalidad de la política oficial. La responsabilidad de la ley es sin embargo colegiada: de todo el Gobierno y de los 205 diputados que la votaron. Me pregunto cuántos la leyeron antes de apoyarla, y tampoco creo que muchos lo hayan hecho después de estallar el escándalo.

Mírese por donde se mire, esta es la ley Sánchez, y abochorna que él ni siquiera sea capaz de reconocerlo, no sepa pedir perdón y atribuya todo a un error técnico. Es mentira: no hubo error y sí muchas advertencias de que se producirían esos “efectos indeseados”. Pero era la ley estrella de la legislatura, el peaje a pagar a un partido adolescente a fin de que él pudiera seguir escudriñando el relevante lugar que le reservará la Historia. Es tan grande el caos generado que de lo que menos se habla es de la ley misma y del problema que pretendía regular. Las explicaciones dadas por quienes la redactaron ayudan a comprender la raíz de los hechos, y un excelente artículo de Clara Serra en este periódico ha comenzado a plantear la discusión en los términos necesarios. La delegada del Gobierno contra la Violencia de Género explicó la semana pasada que lo que se pretendía con este enfático sí es sí era no caer en la trama del punitivismo contra los agresores sexuales, pues “nunca hemos arreglado la violencia con más violencia”. Las benéficas intenciones del Ministerio de Igualdad se deben a la consideración de la violencia sexual como un problema social, inherente a la persistencia de la cultura patriarcal, y no como el desvío ocasional de unos malvados delincuentes. “El feminismo nunca ha sido punitivista”, añadió la señora delegada, magistrada de profesión, “y cuando una sociedad solo puede proponer una política de más penas es una política de pena”. Por eso los castigos de prisión para los agresores sexuales fueron rebajados conscientemente en el proyecto; no fue un error técnico, sino una decisión política que pretendía y pretende incidir en la prevención y reparación del delito y la protección a las víctimas moderando el punitivismo contra los agresores que frecuentemente —dicen— salen de la cárcel más violentos de lo que entraron, por lo que no se resuelve el problema de fondo. Esta concepción ideológica del feminismo no punitivo se enfrenta a la del feminismo liberal. Pero a la hora de reclamar pedigrí sobre la defensa de los derechos de las mujeres no debe olvidarse que la República aprobó el voto femenino a iniciativa de una diputada del Partido Radical y contra los deseos de la izquierda socialista. Estamos de cualquier modo ante un debate importante que la comunidad política no puede entablar a base de llamar fascistas, machistas, feminazis o histéricas a quien no piense como uno. Un debate que era preciso reclamar antes de decidir cambiar nada menos que el Código Penal sobre los delitos contra la libertad. Ahora se pretende volver al punto de partida deprisa y corriendo, sin discutir de nuevo el fondo de la cuestión, presos los portavoces socialistas del pánico electoral, que les arrastra a decir una enorme cantidad de tonterías y a buscar en la ministra de Justicia el necesario chivo expiatorio.

Los errores de la titular de Igualdad, cuya audacia juvenil la lleva a querer apoderarse en exclusiva del movimiento feminista, no pueden utilizarse para exculpar servilmente al verdadero responsable del embrollo. Estamos ante un Gobierno que propuso una ley redactada durante años, contó con cantidad de informes previos y la aprobaron sin pestañear sus 23 integrantes, entre ellos tres que guardan en el armario las puñetas de magistrado. No estamos ante un error técnico, sino ante una decisión política. Sus perversas consecuencias para la persecución de los delitos de violencia de género durarán por más que ahora la enmienden.

Legislar sobre la libertad sexual no es tarea fácil; no digamos garantizarla de forma integral como reza el pomposo lenguaje jurídico. En ese universo, el libre albedrío libra severas batallas contra el deseo, la pasión, la seducción, la libido, los temores sociales y las angustias religiosas. El trágico final de Narciso, mítico pionero del narcisismo, cobra así actualidad. Ese hijo de los dioses fue fruto de una penetración no consentida, lo que, según Freud, le provocó una disfunción psicológica que le llevó a enamorarse no tanto de sí mismo como de aquel que le hubiera gustado ser. Si no se atiende como es debido a quienes padezcan semejantes desviaciones, las dos almas de nuestro Gobierno acabarán una en el infierno y la otra en el purgatorio.