EL ECONOMISTA 18/10/14
NICOLÁS REDONDE TERREROS
El órdago de los independentistas catalanes ha terminado como era previsible. Artur Mas, en una rueda de prensa sin precedentes, además de señalar el final de una carrera abocada al fracaso desde el principio, ha mostrado su verdadero rostro, una mezcla única de ligereza y locuacidad, de falta de sentido del ridículo y capacidad para mentir; se nos ha mostrado como un enfermizo buscador de enemigos imaginarios, incapaz de mantener sus coaliciones, con una visión infantil de su propia responsabilidad.
Si sus jugarretas políticas, no digo más para que no se aproveche el enemigo, no hubieran causado división social, todo parecería más propio de un personaje de la literatura cobijada en el realismo mágico. Pero el estrambótico personaje, que pasará a la historia catalana sin grandeza alguna, no es el problema.
El Estado, como no podía ser de otra manera, ha impedido un acto ilegal con la ley democrática como instrumento fundamental, pero el problema planteado por los independentistas en Cataluña y también en el resto de España, de los que Mas y la descendencia de Pujol no han sido más que instrumentos, sigue ahí, perturbador, sin solución.
Mas es como el pintor de Úbeda, por buen apellido Orbaneja, recogido en el Quijote, que en una ocasión pintaba un gallo de tal suerte y tan mal parecido que era menester que con letras góticas escribiese junto a él: «este es un gallo». Al igual que el de Úbeda, El presidente de la Generalitat ha dibujado lo que saliese, sin idea previa, sin definir un final comprensible. Pero, aún teniendo que explicar lo que es, nos ha planteado dos problemas que transcienden a su impericia.
El primero mantiene su contorno en la comunidad autónoma catalana, atravesada por una división profunda entre la Cataluña oficial y dominante y la Cataluña dominada y hasta ahora silenciosa. No sabemos cuál de las dos es mayoritaria y no sabemos si es posible una relación de concordia divergente, porque la institucional, la dominadora, la poderosa con todos los medios en su poder, ha callado a la otra mitad, se ha podido imponer, ha podido vencer, pero desde luego no la ha convencido. El segundo problema es nacional, nos muestra la invalidez de una nación entendida como una suma de particularísimos, de una voluntad de no salir de sus propias e intransferibles convenciones, de una nación en la que no se desee un destino compartido, sino todo lo más, que no se molesten mutuamente.
Sólo hemos ganado tiempo
Se equivocaría el Gobierno si creyera que la victoria es definitiva. A mi juicio ha salido vencedor el Estado de Derecho y hemos ganado tiempo, nada más pero tampoco menos. Ahora sería necesario que nos planteáramos sin prisas ni cortapisas el problema de la organización territorial de España y, querámoslo o no, el contenido y el contorno de la nación española, entendida de una manara republicana que transciende la forma de Estado y la define como un conjunto de ciudadanos que son libres e iguales ante la ley y que tienen una clara vocación de seguir juntos enfrentando los problemas que en el futuro se planteen.
Vencida la simple yuxtaposición, la agregación sin más de territorios y personas, las maneras de organizarse pueden ser múltiples, pero es necesaria esa voluntad, que algunos llaman lealtad constitucional pero que sería mejor entender como una «solidaridad voluntaria» y una «responsabilidad activa». La primera definiría a quienes son los líderes económicos de la nación, la segunda a quienes se benefician de esa solidaridad.
Que no se equivoquen el Gobierno y los partidos nacionales, queda por delante el camino más difícil. Que no se confunda la sociedad catalana, ahora debe empezar el tiempo del dialogo y la esperanza, nada duradero se consigue sin sacrificios. Para los catalanes estaría bien recordar que la propuesta de Mas no pasaba de ser una fiesta y que todo lo importante requiere esfuerzos; los demás deberíamos recordar que la aplicación de la ley era necesaria y ahora empieza la hora de la política.
Tal vez el desiderátum de todos sea que la aspiración a la plenitud social de vascos y catalanes, entendida en términos laicos, sólo sea posible desechando todos los prejuicios, estereotipos y vicios sociales; y eliminando los complejos de superioridad de unos y de inferioridad de los otros.