Francesc de Carreras-El Confidencial
- Esperemos que gane Macron, un gobernante de probada calidad, esperemos que pierda Le Pen, todavía inédita. Pero los sistemas constitucionales y la UE tienen suficientes recursos para rectificar, como los norteamericanos con Trump
Las elecciones presidenciales en Francia están siendo observadas con una expectación más allá de lo habitual. Y es lógico: pueden tener repercusiones en toda Europa y aún más allá, como la tuvo el Brexit en Gran Bretaña o los bolivarianos en Venezuela y, sin ir más lejos, como la guerra en Ucrania, que no es un simple conflicto militar entre dos estados. Quizás también eso es la globalización.
Además de otras repercusiones importantes de políticas concretas, estas elecciones francesas enfrentan dos modelos de democracia: la parlamentaria que representa Macron y la populista que representa Le Pen. Dos concepciones muy distintas, quizás con algún punto en común -en todo caso el etimológico: gobierno del pueblo- pero con diferencias más que notables, tan notables que no las podemos considerar como tipos o variantes de una misma forma de gobernar, sino como modelos que se contraponen tanto en la concepción de la sociedad como en la del Estado.
La democracia parlamentaria -a la que también podemos denominar democracia liberal y no debemos confundirla con las formas de gobierno presidencialista y parlamentaria- tiene cuatro elementos básicos que, en apretada síntesis, podemos enunciar de la siguiente manera:
1) La democracia parlamentaria es Estado de derecho, es decir, el poder se ejerce mediante normas jurídicas, cuya elaboración exige unos determinados procedimientos y cuyo contenido está basado en los valores de libertad e igualdad entre ciudadanos. La regulación de los derechos, así como su aplicación, es la única finalidad del Estado Social democrático, cuya objetivo es garantizar la libertad e igualdad de los individuos y grupos.
2) El poder, es decir, las instituciones y los órganos públicos, están legitimados democráticamente, es decir, su titular es el pueblo, el conjunto de ciudadanos, que lo ejerce depositando la confianza, por un tiempo determinado, en sus representantes reunidos en las cámaras o parlamentos.
3) Estos poderes tienen asignados dos tipos de funciones muy distintas: las políticas y las jurisdiccionales. Las primeras toman las decisiones que, a su criterio, consideran más oportunas y convenientes para la vida de los ciudadanos, es decir, son decisiones discrecionales dentro de las leyes. Los segundos toman decisiones solo para resolver los conflictos entre ciudadanos o entre estos y el Estado, con motivo de la aplicación de las normas jurídicas, con lo cual su margen de discrecionalidad es menos amplio y de una naturaleza muy distinta. Para todo ello es imprescindible que los poderes, tanto los políticos como los jurisdiccionales, estén separados y cada uno sea independiente del otro y únicamente actúe en el ámbito de sus competencias.
4) La sociedad sobre la que se ejercen estos poderes está compuesta por individuos libres e iguales, es decir, es una sociedad pluralista y diversa de seres humanos que debaten sobre las distintas ideas y defienden sus propios intereses con el fin de proponer soluciones a los problemas sociales que se plantean. Este debate contribuye a conformar una opinión pública, también diversa y plural, que se refleja especialmente -pero no solo- en las elecciones, tras las cuales por mayoría de escaños obtenidos quedan designados los parlamentarios y/o el gobierno.
Esta es, a grandes rasgos, el modelo de democracia que defiende Macron. La democracia populista que defiende Le Pen tiene unas características distintas, en muchos casos contrapuestas e, incluso, tendencialmente puede conducir a un sistema político que ya no tiene derecho a exigir que se le llame democracia. Veamos.
1) La democracia populista -también denominada plebiscitaria- es el gobierno de la mayoría sin límites, ni de carácter normativo, ni político, ni jurisdiccional. Por tanto, el Derecho es un mero instrumento del poder, que lo utiliza a su antojo y sin controles. Hay un solo poder, no varias instituciones y órganos que se contrapesen entre ellos.
2) Para los populistas la democracia auténtica es la directa, no la representativa. Es decir, la relación entre pueblo y poder político no necesita intermediarios porque son un estorbo: basta con referéndums y plebiscitos. Éstos son procedimientos mucho más democráticos que las elecciones parlamentarias en las democracias representativas. Los gobiernos populistas no «representan al pueblo» sino que «encarnan el pueblo», en definitiva «son» el pueblo.
3) Precisamente el poder político es «uno», no hay división de poderes, porque el pueblo es «uno». La división de poderes es un obstáculo a que el pueblo ejerza su voluntad única. Por tanto, sobran los controles políticos -por ejemplo, el del parlamento al gobierno- y jurisdiccionales -por ejemplo, del Tribunal Constitucional al legislador o de los tribunales ordinarios a la Administración Pública-.
4) La sociedad no es plural, sino dicotómica: se compone de dos esferas: las élites y el pueblo. Solo el pueblo, según el populismo, tiene derecho a gobernar -porque es mayoría- y debe hacerlo mediante los métodos de la democracia directa antes dichos. «Pongan urnas, democracia es votar», exclamaban los líderes nacionalistas catalanes -unos populistas de manual- antes de la insurrección de otoño de 2017, largamente preparada.
En consecuencia, la característica principal de la democracia populista, desde el punto de vista de las instituciones políticas, es dar la voz al pueblo, previamente adoctrinado mediante eslóganes demagógicos de tipo emocional, y rechazar todo tipo de límites, contrapesos y controles que permitan argumentar a través de una deliberación racional.
Desde esta perspectiva, la democracia no debe consistir en un conjunto de procedimientos establecidos en la Constitución y otras normas jurídica para que se gobierne de acuerdo con unos valores, sino en decisiones tomadas en nombre del pueblo, porque algunos, por lo visto, son los únicos que saben lo que al pueblo le conviene.
Es la clásica controversia del período de entreguerras del siglo pasado entre Carl Schmitt y Hans Kelsen, entre los comunistas bolcheviques y los socialdemócratas de la época, en la actualidad entre los populistas y los demócratas liberales. El gran debate actual en España, también en Europa, no está, a mi parecer, entre derecha e izquierda -que por supuestos tienen diferencias- sino entre populistas y demócratas, entre los que actúan dentro de un sistema constitucional democrático y los que pretenden destruirlo.
No quiero acabar el artículo sin añadir algo que es preciso aclarar. Ni unos ni otros responden exactamente a los modelos cuyos rasgos principales hemos intentado esbozar. La partitocracia, por ejemplo, socava las democracias parlamentarias, la nuestra es un caso obvio; los populismos son en Europa más una tendencia -Hungría, Polonia, ¿Francia?- que una realidad perfectamente acabada. Aún les queda camino por recorrer.
Esperemos que gane Macron, un gobernante de probada calidad, esperemos que pierda Le Pen, todavía inédita. Pero los sistemas constitucionales y la UE tienen suficientes recursos para rectificar, como los norteamericanos con Trump, los italianos con Salvini y aquí con el antiguo Podemos de Pablo Iglesias. Pero el riesgo existe. Circular por el borde de un barranco siempre es peligroso.