Hay que reconocer que la composición del Ayuntamiento de Barcelona que salió de las urnas del 28 de mayo era un rompecabezas de difícil solución. Independentismo de club de golf, socialismo a la catalana, ordinariez bolivariana, independentismo rural, derecha aseada y constitucional y derecha rampante, por este orden. El cruce de incompatibilidades, desconfianzas, rivalidades y cálculos electorales en puertas de unos comicios generales obligaron a los estrategas de cada partido presente en el Saló de Cent a todo tipo de contorsiones, negociaciones cruzadas, fintas inverosímiles y especulaciones varias para decidir cuál era el aliado menos dañino, cuál el socio fiable y cuál el elemento tóxico del que huir como de la peste. El barullo y la confusión han sido monumentales y la probabilidad de equivocarse de unos y de otros, altísima. En principio, los Comunes y el PSC, que ya habían compartido gobierno, eran candidatos plausibles a una coalición, pero no alcanzaban la mayoría absoluta. Por supuesto, ni Junts ni ERC estaban dispuestos a unirse a este dúo. Un bloque independentista de dieciséis concejales tampoco tenía suficiente volumen y en cuanto a los colistas PP y Vox eran considerados indeseables por todos los demás como parte constitutiva de una foto finish “progresista”. Un tripartito Junts-PSC-Comunes no resultaba admisible para los secesionistas, conscientes de que sus votantes detestan a Colau y ansiaban librarse de ella, y tampoco para el PSC, para el que, en la antesala del 23J, una asociación con los convocantes del referéndum de 2017 era ofrecer un flanco muy desprotegido ante los previsibles ataques de su principal oponente en el plano nacional.
Son igualmente nefastos el socialismo sanchista, el nacionalismo identitario y el comunismo chavista y okupador, por tanto, que se apañen entre ellos
Este tremendo embrollo prestó curiosamente relieve a las dos formaciones menos votadas que, con cuatro y dos escaños respectivamente, adquirían por los azares del destino y la voluntad de los barceloneses una capacidad de maniobra que hubiera sido absurdo no aprovechar. Aquí es donde los análisis de la situación de las calles Génova y Bambú, coincidentes de salida, divergieron al final. El PP se inclinó inicialmente por inhibirse, votarse a sí mismo y resignarse a que Trías fuese alcalde. Vox estaba en idéntica posición. Son igualmente nefastos el socialismo sanchista, el nacionalismo identitario y el comunismo chavista y okupador, por tanto, que se apañen entre ellos y si al final el más votado se lleva el gato al agua no será responsabilidad nuestra, pensaron en las salas de mando de populares y voxeros. Así estaban las cosas tres días antes de la fecha límite para la investidura.
A partir de aquí, en las filas azules comenzó a aparecer una idea, primero tenuemente y después con mayor fuerza, que podía transformar en decisiva su modesta cuota de poder en el Cap i Casal de Cataluña, cumpliendo simultáneamente dos propósitos tremendamente gratos a su base social, liquidar a Colau, la transformadora de una urbe luminosa, cosmopolita, dinámica e innovadora en una aldea cerrada, sucia, insegura y estancada, e impedir que Barcelona cayese en las pecaminosas manos del procés, ese ataque furibundo a la existencia de España como Nación. Dicho y hecho. Collboni recibió la oferta de disponer de los cuatro votos del PP si conseguía desembarazarse de Colau sin dejar de contar con su apoyo. A la vista de tan tentadora posibilidad, Pedro Sánchez convenció a Yolanda Díaz de que intentase persuadir a Colau de que dejase vía libre a la sugestiva operación y Feijóo, previamente trabajado por personas de su entorno dotadas de visión estratégica y de sentido de Estado, bendijo la astucia enhebrada por sus capitanes Sirera y Fernández. El resultado es conocido, Collboni alcalde, Colau fuera de juego, Maragall hundido y Trías echando espuma por la boca.
Si los dos grandes partidos nacionales se lo propusieran, el independentismo, privado de oxígeno, fenecería ahogado en su irrelevancia
De esta interesante historia se desprenden tres conclusiones. La primera es que, si los dos grandes partidos nacionales se lo propusieran, el independentismo, privado de oxígeno, fenecería ahogado en su irrelevancia. La segunda es que los llamados señores de Barcelona, a diferencia de los de la meseta que saben mantener la compostura en la victoria y en la derrota, cuando se ven frustrados en sus aspiraciones por el acierto de un adversario más hábil, se convierten en gañanes de taberna. La tercera y última es que a la hora de elegir entre los que colaboran con el diablo y el diablo mismo, por desagradable que sea, hay que inclinarse por lo malo frente a lo pésimo. En definitiva, que os den a vosotros, innobles y felones golpistas.