ABC-IGNACIO CAMACHO

En democracia, los debates no son un privilegio graciable, sino un derecho. Y no de los políticos sino del pueblo

EL defecto más sectario del debate político es el doble rasero, y sin embargo el que mejor perdonamos los ciudadanos porque es el más nuestro, el que con más exactitud refleja nuestras pasiones y sentimientos. Qué denuestos habría pronunciado la izquierda, por ejemplo, si en 2015 Rajoy se hubiese negado a celebrar un debate con Sánchez para protegerse de su adversario más directo. En realidad el condicional sobra: lo pusieron de vuelta y media sólo por amagar con hacerlo. Como, en ausencia de una ley que los regule, esta clase de encuentros dependen de que el César de turno suba o baje el dedo, ahora es el mismo Sánchez el que rechaza debatir con el jefe de la oposición para no comprometer su cómodo primer puesto. Habrá debate, pero de todos los candidatos revueltos; a la medida del presidente y de su deseo de mostrarse víctima de una embestida conjunta por el flanco derecho. Así lo ha decidido sin que nadie de los suyos ponga el grito en el cielo; al revés, sus medios de confianza aplauden con las orejas el clamoroso ninguneo y se deshacen en elogios de su talento estratégico. Ventajas de ver la vida desde el lado correcto.

Siendo costumbre arraigada en todos los partidos la de medir sus actos y los de los demás con un criterio distinto, en el PSOE sanchista se trata de un hábito que alcanza rasgos paroxísticos. Todo su quehacer propagandístico, desde la ocupación por decreto de la televisión pública hasta el uso electoralista del CIS o del Consejo de Ministros, constituye una flagrante contradicción de todo lo dicho hasta el momento en que la moción de censura entronizó al «Gobierno bonito». Carmen Calvo lo resumió en aquel fantástico concepto disociativo según el cual entre el Sánchez opositor y el Sánchez presidente no existía ningún nexo de continuidad que justificase un compromiso. La simple entrada en La Moncloa disolvía cualquier preexistente vínculo y dejaba al líder con las manos libres para presentar una enmienda a la totalidad contra sí mismo. El poder es un salvoconducto mediante el cual todo está permitido: revocar promesas, mentir sobre una tesis doctoral, colocar a los amigos o declarar secreto el uso de aviones oficiales como transporte turístico. Y, por supuesto, decidir cómo, cuándo, dónde y quiénes pueden discutir con el Ungido, una prerrogativa graciable que administra en su propio beneficio como un señor feudal de horca y cuchillo. Agradecidos deberían de estar los elegidos de que les conceda un cara a cara entre cinco. Haced que pasen, los pobrecitos.

Y pasarán, qué remedio, tal vez hasta contentos de servir de atrezo en la función que el Gran Timonel ha diseñado a su conveniencia y provecho. Olvidando que en democracia, con éste o con otro Gobierno, los debates no son un privilegio, ni un favor, ni un regalo, ni una recompensa, sino un derecho; y no de los políticos sino de sus electores, del pueblo.