El lehendakari Urkullu fue el único responsable autonómico que despidió 2021 con mascarilla al dirigirse a los ciudadanos. No había razón alguna para que lo hiciera así en los jardines de Ajuria Enea. Ni riesgo de infectarse ni de infectar a los profesionales de la emisión, con solo mantener la distancia obligada para la grabación. Quiso enviar un mensaje de disciplina que le llevó a suplir la falta de lenguaje facial con un movimiento de brazos y manos imposible de descifrar. Su discurso fue también el más breve de todos. Más moral que institucional, apelando a las obligaciones ciudadanas y limitando la autocrítica a ese «no he sabido explicar que debemos aprender a vivir de otra manera». Lo de siempre.
El poder político solo se muestra autocrítico de manera genérica. Nunca explicita a qué se refiere con sus aparentes contriciones. El poder político tiende a reconocer solo errores de comunicación – siempre por defecto, no por exceso- dando por supuesto que nada de lo fundamental puede ser cuestionado. Errores finalmente imputables a la maraña mediática y a las redes. Si acaso a la falta de diligencia o talento de algún gestor próximo a la presidencia. Pero el problema en ningún caso es de comunicación. El problema siempre es de concepto, de prioridades, de tratamiento de la crisis, en este caso pandémica. De explicación de las razones de cada decisión, cuando menos atendiendo a los requerimientos de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal de Justicia vasco.
Las preguntas están ahí. ¿Cómo es que Euskadi ha permanecido durante dos años a la cabeza de los contagios en España? ¿Cómo es que la comunidad que gasta más en sanidad por habitante en términos absolutos se sitúa a la cola en comparación a su PIB? ¿Cómo es que el ocio, la hostelería y los eventos culturales sigan considerados focos de contagio y nadie se fija en la transmisión en los lugares de trabajo o en el transporte de viajeros? ¿Es que Beasain, Ordizia, Lazkao o Mondragón han estado dos años seguidos de bares, incluso durante el confinamiento? ¿O cómo es que las medidas aplicadas para finalizar el año no podían adoptarse una o dos semanas antes sin que hubiese objeción jurídica alguna para ello?
En las grandes crisis y hasta en las pequeñas los gobernantes se sienten vivamente interpelados porque les empequeñecen. Ni ante la debacle de 2008 -que en realidad fue de 2007-, ni ante la pandemia declarada en marzo de 2020, ni tras los ataques terroristas de septiembre de 2001 recurrieron los gobiernos concernidos a recabar el parecer de los expertos mediante una encuesta abierta. Formulan preguntas cerradas a conveniencia, tipo: «¿Es posible que la sexta ola, agudizada por ómicron, alcance su pico entre el 10 y el 15 de enero?». «¿Qué posibilidades hay de que surja una nueva variante capaz de echar por tierra el supuesto de la endemia epidémica leve gracias a ómicron?». Todo con la intención de que las respuestas avalen continuar igual.