ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Si Al(f)onso necesita llamar argentino a alguien, por pasión, pulsión o vicio irrefrenable, mira que tiene dónde, y en el mismo oficio. Pablo Echenique, nacido en Rosario; Gerardo Pisarello, nacido en Tucumán, aún peor. Con la sarta inagotable de majaderías que estos dos tipos llevan pronunciando desde que les dejamos poner un pie en la Madre Patria, ¿a qué derrochar el calificativo de argentino para alguien que no lo es? Dígales, Al(f)onso, argentinos sin más a esos dos hombres, que ellos sí lo merecen y aparte no yerrará el tiro. Contrariamente a lo que pueda parecer a los bien hablados, el arte del insulto requiere una gran precisión fáctica. Yo he aprendido mucho, y aún lo hago muchas tardes que amenazan ruina, con el práctico Diccionario de insultos. Extraídos y trasvasados de las obras de Francisco de Quevedo, obra de José Antonio Martínez Climent y Ricardo Mª González-Haba. Mire, en este sentido, Al(f)onso, por azaroso ejemplo, lo que dicen los autores del quevedesco Hacedor de mesa franca a los grajos: «Quien con sus acciones deshace y descoyunta un cuerpo social, preparando mesa a los grajos de todo tipo».
Para entender hasta el analógico fondo adónde ha llegado Al(f)onso en su error basta imaginarse el atropello de que yo llamara vasco a cualquiera que no tuviera el don.