FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Si se monta esta refriega frente a lo que no es más que un aperitivo en el combate a la dependencia energética, ¿qué no ocurrirá cuando tengamos que hacer auténticos sacrificios para abordar el cambio climático?

Esta crisis, como antes la pandemia, nos está poniendo a prueba. En un primer momento pensábamos que la estábamos superando. Putin nos subestimó: lejos de provocar la desunión, ha conseguido hacer a la UE y la OTAN más fuertes. Error de cálculo que ya le está pasando factura. Habría que decir, sin embargo, que el feroz dictador ruso no da puntada sin hilo. Su apuesta puede ser a más largo plazo y se asienta sobre la convicción de la fragilidad de las democracias occidentales, algo en lo que coincide su colega Xi Jinping. El diagnóstico es bien simple. Sometidas a la suficiente presión, sus mimadas poblaciones se acabarán rebelando frente a todo intento por poner en cuestión su cómoda forma de vida. Su punto débil es la facilidad con la que pueden ser desestabilizadas desde dentro por sus propias dinámicas internas. Son resilientes de boquilla; en el fondo penden de un hilo. En ellas germina la simiente de su propia destrucción.

Como no quiero añadir gasolina al fuego, que bastantes hemos tenido ya este verano, creo que esta hipótesis de los autócratas es falsa. La democracia es el sistema más resiliente. Eso sí, siempre y cuando sea fiel a los principios y procesos que lo informan. El problema es cuando nos desviamos de ellos, algo que es cada vez más perceptible. Me voy a fijar en algunas noticias que han venido espolvoreando este cálido estío en el que hemos tenido la verificación empírica de que el cambio climático va en serio. El caso de Trump es el más estremecedor de todos. Hasta la prensa más seria del país dice que la persecución de sus posibles delitos puede facilitar su vuelta al poder (!?) y pone en cuestión la supervivencia del Estado de derecho en Estados Unidos, además de apuntar a amagos guerracivilistas. Perplejidad, sí. Como el propio viaje de Nancy Pelosi a Taiwán, donde la estabilidad política y económica mundial se subordina a los intereses electorales demócratas en los comicios de midterm.

Entre nosotros la cosa es más banal, pero es también sintomática. Nos hemos pasado semanas comentando la rebelión de Ayuso frente a las medidas de ahorro energético. Si se monta esta refriega frente a lo que no es más que un ridículo aperitivo en el combate a la dependencia energética rusa instada por Europa, ¿qué no ocurrirá cuando tengamos que hacer auténticos sacrificios para abordar el cambio climático? Los políticos están a lo suyo, la política pequeña, y todo sirve para satisfacer sus ambiciones personales o de partido. Simon Kuper, periodista del Financial Times, hizo un balance de su estancia de un año en nuestro país señalando que, por lado, era “el más habitable del mundo” (para quienes no tengan ahogos económicos, claro), pero, por otro, que se enfrentaba a un problema superlativo por el impacto sobre él del calentamiento global. Y concluía: curiosamente, esta no es su prioridad fundamental, “los españoles pasan más tiempo discutiendo sobre la unidad nacional”. Podemos, por cierto, también pareció darle más importancia al gesto del Rey de no levantarse ante el desfile de la espada de Bolívar que a la propia invasión de Putin.