- En España, las campañas de criminalización impulsadas por el nacionalismo periférico y por la izquierda son ya tan habituales que se han convertido en el único aspecto del debate público ajeno a la realidad de la calle
Hace unos días, una noticia recogía testimonios de un hospital en Zaporiya en el que los soldados rusos heridos gritaban a los médicos ucranianos que les atendían cosas como: «Todos sois nazis, vuestros hijos y vuestras mujeres merecen la muerte». Sin mostrar piedad ni arrepentimiento por las masacres cometidas sobre la población civil ucraniana, un joven ruso repetía como un autómata que «los niños también son nazis. Vinimos aquí porque sois malvados y debemos eliminaros a todos». Un médico le preguntó entonces: «Joven, dígame qué es el nazismo, ¿cuáles son las características para identificar nazis?» El soldado guardó silencio sin saber qué responder. Tras su recuperación pasará a disposición de las autoridades ucranianas como prisionero de guerra. Cuántas vidas destruidas por una mentira interesada.
Poco se repara en los peligros de la demonización, de la propaganda en los medios, de cómo devastan sociedades al enfrentarlas artificialmente. La verdadera amenaza de toda convivencia y prosperidad, a la que deberíamos oponernos en defensa propia, viene de la mano de quien impone esas etiquetas de división, de estigmatización y no de quien ellos señalan. Auténticos discursos de odio que son asumidos por una población secuestrada, manipulada y expurgada de toda percepción de la realidad.
Las sociedades en las que la población es sometida durante décadas a una propaganda incesante y a un adoctrinamiento sin escrúpulos son fácilmente manejables por quienes dirigen ese discurso de odio, ese pensamiento colectivo, que podrán utilizar y orientar para sus propósitos. De este modo, el zombi que perdió su condición de ciudadano para convertirse en siervo del poder a través del odio alimentado por él, perderá sin dignidad la vida, o tendrá una vida sin dignidad, en beneficio de los de siempre
En España estas campañas de criminalización impulsadas por el nacionalismo periférico y por la izquierda son ya tan habituales que se han convertido en el único aspecto del debate público ajeno a la realidad de la calle. La ficción se resume en la cercanía a ese punto radiactivo que determina dónde se encuentra la ultraderecha. Lo habitual, que no lo normal, es encontrar ese automatismo histérico en periodistas y políticos a la hora de colocar etiquetas y sin detenerse jamás a analizar de contenidos.
En los medios dedican innumerables horas y páginas a explicar, desde un nivel de párvulos, analogías entre partidos españoles con otros extranjeros que ni conocen, en vez de escrutar y analizar las medidas, programas e ideas que ese partido en cuestión defiende. No importa si es ultraderecha y menos aún, explicar por qué lo es. Lo único que importa es que se le identifique con un término desahuciado para que no sume adeptos y sí energúmenos. El problema es que no lo hacen sólo para demonizar al que piensa distinto o al que defiende otros valores, sino, sencillamente, por falta de capacidad.
Toda demonización persigue algo muy alejado de la causa en torno a la que se construye el odio. Difícil olvidar a esos soldados rusos heridos y autómatas del discurso del Kremlin
El acuerdo de Gobierno entre el Partido Popular y Vox en Castilla y Léon ha alterado los nervios de la pecera político-mediática olvidando que no es el PP el que ha metido a Vox en el Gobierno, sino el voto de los ciudadanos. Eduardo Madina, ese intelectual socialista de la moderación y la concordia para el vaciado centrismo, que tiene un discurso de idéntico nivel moral e intelectual al de Adriana Lastra, afirmó que “las mujeres históricamente han sido asesinadas por no cumplir con los roles que les habían asignado ciertos hombres que se parecen mucho al portavoz de Vox en Castilla y Léon”. Caso de que en verdad le preocupen las mujeres maltratadas, hubiese señalado a su compañero de partido Jesús Eguiguren, quien fuese líder del PSE condenado por agredir a su esposa. Pero utiliza el dolor de las mujeres maltratadas para sus intereses políticos: evitar que la izquierda pierda el poder por una alianza entre el PP y Vox. No hay más que eso. Toda demonización persigue algo muy alejado de la causa en torno a la que se construye el odio. Difícil olvidar a esos soldados rusos heridos y autómatas del discurso del Kremlin.
Mientras esa propaganda de odio y división señala a supuestos ultraderechistas y se expande en los medios y en las calles, no se repara en que el presidente del Gobierno ha perjudicado los intereses de España, y debería ser investigado y hasta juzgado por ello, al entregar al margen del resto de las Instituciones del Estado, de su propio Consejo de Ministros y de las Cortes Generales, el apoyo a Marruecos en el Sáhara Occidental al decidir exclusiva y personalmente toda la política exterior en contra de los intereses del país. Hay un sátrapa en Rabat y otro en La Moncloa.
La solución más rápida y de efectos más duraderos para dejar de ser de ultraderecha no es esperar a que salga otro partido que ocupe ese lugar, como sucedió con el PP y la aparición de Vox, sino rechazar que la izquierda, alejada de la democracia, del pueblo y la verdad, sea quien determine nada.