LIBERTAD DIGITAL 04/09/14
CARMELO JORDÁ
La presencia de Juan Ramón Rallo en Televisión Española ha sido instructiva incluso antes de que se materializara: nos ha enseñado –o mejor, recordado– lo tolerantes que son ciertos amantes de lo público con aquel que discrepa de su discurso.
La excusa para la polémica es que el bueno de Rallo se ha mostrado en diversas ocasiones contrario a la existencia de medios de comunicación públicos, por lo que no debería cobrar de uno.
Una inmensa chorrada que quizá tendría sentido en un país en el que una televisión pública, una universidad pública o un hospital público, por poner sólo tres ejemplos, no fueran lo más normal sino extrañísimas excepciones. Pero en la sociedad española actual, si uno quiere ser liberal y no desea suicidarse profesionalmente o, si me permiten la expresión, jugar la partida de la vida con la mitad de cartas que los demás, tendrá que relacionarse, y no poco, con el Estado.
Si nos pusiésemos así de talibanes, además, los partidarios de ese otro mundo posible no podrían tener una cuenta en un banco privado, ir al cine o, más en el día a día, comprar pan en el súper. Y no digamos ya trabajar para una empresa privada, como ha hecho durante toda la vida cierta momia periodística que llamaba cínico a Rallo en Twitter.
Sólo faltaría que después de pagarla con nuestros impuestos los liberales no pudiésemos ir a RTVE a defender nuestras ideas. Unas ideas que merecen ser defendidas en una televisión pública o en una privada, desde el programa de Mariló Montero hasta La Tuerka, porque si decidiésemos mantenernos puros y sin mácula todo el espacio mediático que dejaríamos libre no quedaría en blanco, sino lleno de otras cosas, probablemente muy poco liberales.
Sin embargo, como digo lo esencial no es si Rallo es o no coherente con su liberalismo al acudir a una televisión pública; la almendra de este asunto es que algunos entienden estos medios públicos como su propio garito, en el que tienen derecho a hacer lo que sea y en el que bajo ningún concepto se puede ofrecer un punto de vista diferente de lo que ellos consideran el canon de lo políticamente correcto. Un canon, por cierto, muy parecido a la extrema izquierda.
Y es que los defensores de los medios públicos nos hablan de televisiones «de todos», pero lo cierto es que las entienden como suyas. La factura, eso sí, la tenemos que pagar también los demás, estemos de acuerdo o no con lo que UGT, por ejemplo, decida que debe o no ser programado.
Por otro lado, alrededor de todo esto me ha resultado interesante –y muy divertido– comprobar el pánico que provocan el propio Juan Ramón Rallo y las ideas que defiende en la progresía mediática y televisivo-sindical: es que ha sido anunciar que estará unos minutos en un programa de elevada audiencia y saltar todas las alarmas y las luces rojas.
A ver si al final resulta que si lo escuchan de una cabeza bien amueblada y una voz amable los espectadores de Mariló se dan cuenta de que el feroz neoliberalismo capitalista y salvaje no sólo no es tan malo, sino que tiene toda la lógica y, sobre todo, les conviene mucho más que mantener con su dinero a tanto sindicalista censor.