Ignacio Varela-El Confidencial
En términos políticos, lo más valioso de la decisión del Supremo es la eficacia con que desmonta y convierte en morralla el aparato discursivo del secesionismo sobre el derecho a decidir
“No nos incumbe ofrecer —ni siquiera, sugerir o insinuar— soluciones políticas a un problema de profundas raíces históricas. Nuestra aproximación valorativa a los hechos ha de limitarse a examinar si los procesados que impulsaron una declaración unilateral de independencia, que lo hicieron mediante la creación de una legislación paralela sin otra fuente de legitimidad que las vías de hecho y que recurrieron a la movilización tumultuaria, encaminada a la inobservancia de los mandatos judiciales, han quebrantado valores constitucionales sujetos a protección penal” (Sentencia 459/2019 del Tribunal Supremo).
La respuesta indubitada del Tribunal Supremo a la pregunta que él mismo se formula es que los procesados —no sus votantes, no los catalanes independentistas, sino específica y personalmente ellos— cometieron a sabiendas hechos delictivos, lo que los convierte objetivamente en delincuentes que deben ser tratados como tales por la Justicia. En un Estado de derecho, no hay argumento ni fuero político que pueda oponerse a esa exigencia. Se llama igualdad ante la ley.
La historia apenas recordará el confuso debate jurídico sobre rebelión o sedición. Lo que perdurará en la memoria es que en 2017 se perpetró un golpe al Estado desde una de sus instituciones; que este, cargado de legitimidad, se defendió y neutralizó la asonada, y que se aplicó la ley a sus promotores en un juicio justo, limpio y transparente. También que estos fueron expulsados de la política en cargos públicos para una larga temporada; lo que, siendo un acto de justicia, lo es también de higiene pública.
No debe volver al seno del Estado democrático quien lo traicionó y dinamitó desde dentro, prevaliéndose del poder que ese mismo Estado le había confiado. Y si ello ayuda a la imprescindible regeneración de la dirigencia nacionalista, tanto mejor.
En términos políticos, lo más valioso de la sentencia es la eficacia con que desmonta y convierte en morralla el aparato discursivo del secesionismo sobre el presunto derecho a decidir, la autodeterminación, la soberanía y la dicotomía tramposa entre ley y democracia. Entre todo lo que se ha escrito al respecto, es difícil encontrar un texto más sólidamente fundamentado que este.
Junto a ello, el desenmascaramiento implacable de unos políticos embusteros que crisparon y fracturaron la sociedad, engañaron a los catalanes que creían sus patrañas y condujeron su país al borde del abismo, prometiendo paraísos inexistentes. La conclusión política de la lectura de esta sentencia es que el ‘procés’ fue una gigantesca estafa y sus capataces, una banda de inmorales salteadores de la confianza ciudadana.
Cualquiera que sea el grado de insatisfacción con tal o cual punto de la sentencia, es obligado celebrarla como un triunfo de la justicia democrática (perdón por la redundancia) frente a la barbarie nacionalpopulista.
El factor tóxico es la calamitosa coincidencia de la sentencia con unas elecciones generales que la sociedad vive con oprobio. Todos los discursos que se escucharon este lunes, sin excepción, se pronunciaron con los dos ojos puestos en las urnas del 10 de noviembre. Todos se proclamaron “institucionales”, y ninguno lo fue. Desde que se conoció la fecha de la sentencia, atruenan las calculadoras de votos en las sedes partidarias. La más horrísona de todas, por su descaro, es la del partido del Gobierno.
Un Gobierno responsable debería desear que una sentencia judicial no afectara en ningún sentido al voto de los ciudadanos. Que se mantuviera la paz en las calles, que todos los partidos y las instituciones respetaran la sentencia y que nadie pretendiera usarla para soliviantar o atemorizar a los votantes en beneficio propio.
Resulta increíble pero, en estas circunstancias, es lícito preguntarse si una digestión normal de la sentencia —sin disturbios incontrolables, sin motines institucionales— sería o no una buena noticia para Sánchez y sus estrategas. Más bien parece que han puesto sus esperanzas demoscópicas en que suceda lo contrario.
Es una apuesta arriesgada, y no solo porque esas armas las carga el diablo. Tanto descoco autoriza a sus rivales a recordar que Sánchez está en la Moncloa gracias a quien ha sido condenado a 13 años por sedición y malversación; y que hace solo tres meses el presidente-candidato intercambiaba gentilezas con Rufián y pretendía ganar la investidura con su colaboración.
Lo cierto es que un empeoramiento drástico del clima social a causa de la sentencia podría favorecer a Sánchez por dos vías: por su hipotético fortalecimiento y por el muy probable de Vox, que sería el primer beneficiario de que los balcones vuelvan a poblarse de banderas (un día, profundizaremos en la visible concurrencia de conveniencias electorales entre el PSOE y Vox, que viene operando desde las elecciones andaluzas hasta ahora).
La gestión de esta crisis (si llega a haber crisis) permitirá también escenificar el nuevo apareamiento bipartidista entre PSOE y PP, así como la posición marginal que, con empeño digno de mejor causa, Rivera ha conquistado para Ciudadanos. En este caso, sería singularmente erróneo ningunear al partido naranja, que sigue siendo la primera fuerza política en el Parlamento de Cataluña. Pero el botín de su desintegración electoral es demasiado tentador.
Preocupa, pero no sorprende, la posición de Podemos. El tiempo de la espera se acabó para este partido, plagado de equívocos sobre las cuestiones cruciales de la democracia. Cualquiera que sea su resultado electoral, mientras siga impugnando a la Justicia y no se incorpore de una vez y sin reservas al bloque constitucional, será imposible su presencia en el Gobierno de España, aunque los números den para ello. Lo mismo vale para el resbaladizo Errejón.
En Cataluña, el mayor provecho electoral de esta sentencia será para la CUP. Prepárense para ver a más de un diputado de ese partido sentado en el próximo Congreso.
Por lo demás, Manuel Marchena ha vuelto a demostrar que no hace falta dedicarse a la política para ser un estadista. Hoy, los españoles, incluidos los catalanes, estamos un poco más protegidos. Gracias por la parte que le toca.