Nadie en la patronal ni en ninguno de los principales sindicatos duda de que el sistema de los ERTE es un buen mecanismo para sortear -que no para solucionar- los problemas que causa la caída de la demanda, inducida a su vez por los confinamientos de la pandemia. Y nadie en el Gobierno pone en cuestión que ha sido la mejor arma para minimizar el coste laboral de una situación que tendía al desastre. Así que todos, más o menos, contentos. ¿Entonces? Pues lo que ahora, y en menor medida antes, atasca la cuestión consiste en determinar quién paga el roto que está haciendo en las cuentas públicas. Como sabe, las personas acogidas al sistema no figuran como parados, lo que disfraza la realidad pero alivia las estadísticas, pero alguien tiene que soportar las cotizaciones que corresponden a su puesto de trabajo.
Determinar en qué condiciones lo hacen son los escollos que prórroga tras prórroga han causado tensiones y retrasos en las negociaciones. No sólo entre los agentes sociales y el Gobierno, sino también dentro de él. Ahora, cuando está a punto de cumplirse el plazo en vigor, no es diferente. La parte ‘austera’ del Gobierno, suponiendo que tal cosa exista, encabezada por el ministro Escrivá, apoyado por las vicepresidentas Calvo y Calviño pretenden reducir la parte que corresponde al Estado y aumentar el peso que soportan las empresas. Una idea que la CEOE ve con natural recelo y explicable oposición. Como dice su presidente, Antonio Garamendi, con lógica evidente, si hablamos de prórroga se trata sólo de estirar el tiempo, no de cambiar las condiciones, ni las reglas de funcionamiento del sistema.
La vicepresidenta tercera, Yolanda Díaz, se desmarca de sus compañeras y apoya a los agentes sociales. Tampoco es una sorpresa. Ha cimentado su sorprendente popularidad sobre su capacidad de llegar a acuerdos con ellos y no quiere un final abrupto que ensucie su trayectoria.
De momento no hay acuerdo, pero lo habrá, y se celebrará un consejo de ministros, o dos o tres si hicieran falta, para convertirlo en texto legal. ¿Por qué? Por dos razones. El Gobierno no tiene muchos pactos que presentar como activo y nadie dentro de él -quizás Nadia Calviño pero sólo un poquito- se asusta con las cifras que adquiere el déficit público. Así que ¿hay razones para ponerse estricto con el coste de una nueva prórroga? Las hay, pero nadie las considera.