FRANCESC DE CARRERAS-EL CONFIDENCIAL
- Quizás habría que decirles a sus compañeros de gabinete, en especial a quien lo preside y los ha designado a todos, que sus actuaciones no deberían extrañarles
Cuando era pequeñito, hace de ello muchos años, en el colegio no solo me enseñaban latín, sino que también me explicaban quiénes eran Cicerón y otros venerables próceres de la antigüedad clásica de los que, en buena parte, todavía hoy se nutren nuestro derecho, nuestra cultura y nuestra moral. No sé si aprendimos mucho de ese mundo griego y romano, pero algo nos ha quedado, cuando menos, algunos nombres y algunas ideas. También ciertos latinajos. Entre ellos, uno de los más famosos, es el de ¿quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?».
Catilina era un político y militar ‘populista’ —así le denominan los historiadores de la época, no me lo invento yo— que pretendía destruir las instituciones de la República en nombre del pueblo romano. Cicerón era jurista, político y filósofo, pero, ante todo, un gran orador, y en aquel tiempo se le reconocía el papel de ser la conciencia moral de la República.
Pues bien, desde la legitimidad que le daba esta alta representación, se enfrentó a Catilina en un conjunto de discursos —que han llegado a nosotros bajo el nombre de ‘catilinarias’— de los cuales el fragmento más conocido es el transcrito, su célebre invectiva «hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia» que, aplicada a Pablo Iglesias, nos sirve para dar título a esta columna. Es muy probable que algunos miembros del actual Gobierno hayan recordado este viejo asunto, que sucedió en el siglo I antes de Cristo, ante las actuaciones del vicepresidente segundo durante este último año.
Este pueblo al que Iglesias tanto invoca ya se está dando cuenta de que es un farsante, si nos atenemos al descenso vertiginoso de sus votos
Quizás habría que decirles a sus compañeros de gabinete, en especial a quien lo preside y los ha designado a todos, que estas actuaciones no deberían extrañarles. La causa está en que Iglesias no es, como se suele decir, comunista, o por lo menos no lo es en el sentido tradicional, sino que el problema, el verdadero problema, es que es populista, es decir, y entre otras cosas, pretende hablar en nombre del pueblo y atraerse su voto mediante la demagogia: proponer soluciones fáciles para resolver problemas complejos y difíciles esperando así alcanzar el poder.
Esta demagogia no la haría un comunista no populista, pongamos por ejemplo Gaspar Llamazares, antiguo líder de Izquierda Unida, y no la hace la misma Yolanda Díaz, actual ministra de Trabajo, elegida dentro del extraño conglomerado de Unidas Podemos pero de tradición comunista clásica, que mantiene posiciones de izquierda, aunque desde el rigor que exige un pragmatismo económico que realmente beneficie a los trabajadores. No busca votos, busca las soluciones más justas y equitativas.
Afortunadamente, este pueblo al que Iglesias tanto invoca ya se está dando cuenta de que es un farsante, si nos atenemos al descenso vertiginoso de sus votos en todo tipo de elecciones. Por ello quiere, como Catilina, acabar con las instituciones políticas democráticas, liquidar lo que él llama ‘régimen del 78’, un sistema constitucional que, como otro cualquiera de nuestra cultura política europea, sirve ante todo para dividir el Estado en órganos con funciones distintas que deben controlarse mutuamente para que ninguno ostente todo el poder. Como Iglesias quiere todo el poder, lo que se propone es eliminar cualquier otro con capacidad de oponérsele: que el poder no frene al poder.
Pablo Iglesias no engaña, otra cosa es que no escuchemos lo que dice, lo que expresa con claridad. El pasado lunes día 7, ha sostenido en una entrevista en el diario catalán ‘Ara’, de tendencia independentista, que «no hay una situación de normalidad política y democrática en España» porque «los líderes políticos de los dos partidos que gobiernan Cataluña uno está en prisión y otro en Bruselas». Son muy graves estas palabras, porque eluden que España es un Estado de derecho: uno está en prisión después de un juicio con todas las garantías y otro en Bruselas porque es un fugado de la Justicia.
Por tanto, Iglesias ha venido a decir que si él mandara, si él estuviera al frente del Gobierno, con el objetivo de restablecer esta «normalidad política y democrática», a uno lo pondría en la calle y al otro lo dejaría entrar en España sin riesgo de que fuera juzgado. En ambos casos, debería someter previamente los jueces a los dictados del poder ejecutivo. Esto lo dispondría Él, el Supremo.
Pero añade algunas perlas más que confirman todas las sospechas de que no estamos ante un demócrata. Dice, por ejemplo: «En una situación de normalidad democrática, los conflictos políticos se resuelven democráticamente. ¿Cómo puede haber normalidad democrática en nuestro país si un conflicto político ha dejado de poder gestionarse por vías políticas y ha acabado gestionado por vías policiales y judiciales?». Y más todavía: «Los problemas políticos se tienen que resolver por la vía política. Quien piense que lo que pasa en Cataluña lo resolverán las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y los jueces, no entiende la historia del Estado de los últimos 200 años». Todo esto, y más, dijo Iglesias al diario ‘Ara’.
¿Qué mentalidad política se esconde tras estas afirmaciones? Sin duda, una mentalidad autoritaria, igual a la de aquellos países que se suelen denominar, impropiamente, ‘democracias iliberales’, y digo impropiamente porque nunca deberían ser consideradas democracias. Dejemos para otro día una explicación más amplia. Simplemente, resumir que la democracia actual no es solo votar para elegir un Parlamento y designar un Gobierno, sino también que los poderes estén controlados por otros poderes, que se garanticen el pluralismo político y los derechos fundamentales, que poderes y ciudadanos estén sometidos al derecho.
Es alarmante que sea vicepresidente del Gobierno un político que no es un demócrata. ¿Hasta cuándo abusará de nuestra paciencia?