Ignacio Varela-El Confidencial

  • De los 1,6 millones que votaron a Ayuso el 4-M, solo el 44% (700.000) lo hizo dos años antes. El resto proviene de Cs (375.000), del PSOE (100.000), de Vox (90.000) y de la abstención (300.000)

En las elecciones autonómicas de 2019, Isabel Díaz Ayuso, encabezando la lista del PP, recibió 720.000 votos. En las del 4-M de 2021, 1.620.000 madrileños eligieron su papeleta. Son muchos, muchísimos más. En dos años, duplicó con creces su base electoral y consiguió la adhesión de 900.000 personas que dos años antes no la habían respaldado. Entre ambas votaciones, dos años largos de sanchismo y un año eterno de pandemia: esos dos motores la propulsaron más que ninguna otra cosa, transformando a la becaria asilvestrada en la que nadie creía en un fenómeno de masas con ribetes de idolatría social.

De los 1,6 millones de personas que votaron a Ayuso el 4-M, solo el 44% (700.000) lo había hecho dos años antes. El resto proviene de Ciudadanos (375.000), del PSOE (100.000), de Vox (90.000) y de la abstención (300.000).

El crecimiento cuantitativo trajo consigo cambios cualitativos muy sustanciales. La aportación de esos 900.000 votantes de refresco, provenientes de otros partidos o de la abstención, modificó la composición y estructura del electorado del PP. Si contraponemos en un espejo el rostro electoral del PP de 2019 y el de 2021, obtendremos dos imágenes muy distintas. Basta para ello comparar el estudio poselectoral del CIS en Madrid de hace dos años y el que se hizo público la semana pasada.

El primer efecto de fondo es lo que podríamos llamar ‘equilibrio sociodemográfico‘. El PP del preayusismo estaba aquejado de fuertes sesgos en cuanto a su implantación electoral: sus votantes se concentraban en ciertos nichos sociales y territoriales, en los que era la fuerza hegemónica, mientras en otros prácticamente desaparecía. Ello le garantizaba un suelo granítico, pero lo alejaba del retrato de la sociedad (incluso de la parte conservadora de la sociedad, fragmentada en tres pedazos).

Pues bien, así como alguien quiso presumir en el pasado de que el PSOE era el partido que más se parecía a España, el PP del ayusismo ha equilibrado su complexión electoral de tal modo que, en términos sociodemográficos, ofrece sin duda la imagen más aproximada de la sociedad madrileña.

Quizás el cambio más espectacular se refiere a la edad, porque el PP ha venido siendo durante años un partido confinado en el espacio de los mayores de 60 años. Pues bien, veamos cómo se distribuye en este estudio el voto del PP por edades:

Sigue habiendo una leve sobrerrepresentación de los mayores, pero nada que ver con el pasado. Es la estructura de voto por edad más equilibrada de todas las fuerzas políticas del 4-M. Como contraste, el 36% de los votantes del PSOE está por encima de 65 años, sustituyendo al PP como el partido con el electorado más envejecido (también como un partido de feudos: espacios en los que resiste junto a otros en los que su presencia se evapora).

Algo parecido ocurre con los demás indicadores básicos de la estructura social, como la clase social y el nivel de estudios. También con la distribución territorial del voto: Ayuso se esparció por los pequeños municipios y por las grandes conurbaciones, ganó (por supuesto) en el barrio de Salamanca y en Pozuelo, pero también en Vallecas y en Fuenlabrada.

Insisto en que se trata principalmente de Ayuso y no del PP, porque los datos son concluyentes a este respecto. En 2019, solo el 8% de quienes habían votado al PP destacaba a la candidata entre los principales motivos de su elección. Ahora son el 43%. Las otras dos motivaciones más citadas por estos votantes son su posición respecto a la pandemia (32%) y su actuación en defensa de la economía (21%). Ese fue el cóctel que elevó a Ayuso a los altares. Muy por detrás aparecen la fidelidad a la sigla, la afinidad ideológica o la gestión extrapandémica del Gobierno regional. También el voto táctico, al que los partidos apelan desesperadamente durante las campañas y que una y otra vez aparece como ingrediente marginal de la decisión de voto.

En la famosa escala derecha-izquierda, los votantes del PP de 2021 se sitúan varias décimas menos a la derecha que los de 2019 

Vamos con la cuestión ideológica. Si ha de hacerse caso a la mayoría aplastante de la opinión publicada, el triunfo de Ayuso habría producido un fuerte corrimiento del PP hacia su flanco derecho, el fronterizo con Vox. Por ahí atacaron sus adversarios. Pues no parece ser ese el sentir de sus votantes, más bien al contrario.

En la famosa escala derecha-izquierda, los votantes del PP de 2021 se sitúan varias décimas menos a la derecha que los de 2019. También parece haberse moderado la propia imagen del partido entre sus votantes. Y en el mítico punto 5, donde supuestamente se agrupa el centrismo y se ganan o pierden las elecciones, en 2019 el PP fue arrasado (5%) por la pinza PSOE-Ciudadanos y Ayuso ha asaltado el liderazgo con un 31%.

Pero más allá de la topografía, he aquí una imagen reveladora de la forma en que los votantes del PP de antes y de ahora se identifican ideológicamente:

No solo hay un claro desplazamiento del componente conservador al liberal (impulsado, sin duda, por la incorporación masiva de votantes de Ciudadanos). Además, las etiquetas ideológicas asociadas a la izquierda (progresista, socialdemócrata, socialista, feminista, ecologista) representan casi un 15% del electorado del PP del 4-M. Fuera tópicos: Ayuso responderá ideológicamente al estereotipo que se le quiera aplicar, pero es un hecho objetivo que su explosión electoral, al ampliar drásticamente su base social, ha movido al electorado del PP hacia la moderación.

La noticia es que esta transformación en el perfil electoral del PP, que se aprecia contundentemente en Madrid y lo aproxima a los rasgos indispensables para ser un partido potencialmente mayoritario, se está haciendo visible también en las encuestas de ámbito nacional publicadas después del 4-M.

Eso es lo que fundamenta la impresión de que la votación madrileña, más que provocar un cambio de ciclo, lo hizo emerger. Lo que es más que una ilusión coyuntural limitada a un instante y a un territorio y menos que un vaticinio, porque, con dos años por delante, nada asegura que este cambio de ciclo sea el definitivo.