José Antonio Zarzalejos, EL CONFIDENCIAL, 3/12/11
Es de obligada lectura el nuevo libro del eurodiputado de Unión, Progreso y Democracia y catedrático de Derecho Administrativo, Francisco Sosa Wagner, escrito con su mujer, Mercedes Fuertes, bajo el expresivo título de “Bancarrota del Estado y Europa como contexto”. La obra es un repaso al “Estado en la almoneda” que han dejado los socialistas españoles y la descripción del escalofriante panorama que tiene que gestionar Rajoy y su inminente Gobierno. Sosa Wagner y Fuertes recorren cómo el Estado español se ha dispuesto en estos años de Rodríguez Zapatero a liquidar su patrimonio desposeyéndose de entidad: vende el vuelo (AENA), vende la suerte (Loterías), genera deuda a través de financiar con la tarifa de la luz iniciativas diferentes a la generación eléctrica, liquida el espectro radioeléctrico con pingües beneficios, lo mismo que sus edificios, el subsuelo público y, por fin, se expolian y desamortizan las cajas de ahorros.
En este contexto, reclamar a Mariano Rajoy que se pronuncie dos semanas después de su victoria electoral sobre la bancarrota del Estado cuando se ha soportado estoicamente más de siete años la torpe administración del PSOE, roza la indecencia analítica y el sectarismo partidista. Por fortuna, el presidente del PP es un político con bajo nivel de acidez ideológica y con alta sensibilidad pragmática, lo que le acerca a los nuevos modelos de gestores políticos que requieren las economías con problemas esenciales. La indicación de un liderazgo que se aproxime más a lo tecnocrático que a lo político para la coyuntura histórica por la que atravesamos se cumple en Rajoy de manera oportuna, máxime cuando el lenguaje que se habla en Europa es el de los mercados y que remite a conceptos técnicos presididos por la eficacia. A Rajoy le toca hacer bueno el diagnóstico orteguiano según el cual España es el problema y Europa la solución. Y quiere hacerlo incorporando a nuestro país al grupo de cabeza de una eurozona que va a ser refundada, por las buenas o por las malas, en la cumbre de los próximos jueves y viernes, según el ya conocido como “manifiesto de Toulon” del presidente francés pronunciado el pasado jueves, o el claro discurso de ayer de Merkel.
El presidente electo trabaja en ese propósito poniendo en juego, con máxima discreción, a todos sus peones que, en lo técnico y en lo relacional, son de una eficiencia garantizada frente al amateurismo de los entornos gestores de Rodríguez Zapatero. Esta actividad discreta es compatible con las interlocuciones que Rajoy está sosteniendo: banqueros, sindicatos, patronal y, especialmente, con sus propios compañeros de partido que desempeñan cruciales responsabilidades en las comunidades autónomas. La gran baza de Rajoy es que el poder que dispone no procede sólo del 20-N, sino también del 22-M, de tal suerte que sus instrumentos de gestión son tan potentes como quiera su ambición resolutoria que lo sean. Esa es su enorme baza, pero también su servidumbre, porque acumulando tanto poder debe descargarlo en decisiones fulminantes ya que no hay una base social en España –con la oposición destrozada y los sindicatos en un período de increencia social en su función (Pujol piensa que ahora son inútiles) —capaz de regenerar con acuerdos transversales el maltrecho Estado de bienestar. Se impone gobernar en términos desabridos –es decir, incluso por Decreto-Ley tantas cuantas veces sean necesarias— porque los agentes sociales en nuestro país forman parte de la burocratización como instancias paraestatales, parte del problema y no de solución alguna.
Las reformas estructurales seguramente no saldrán adelante si Rajoy –será consciente de ello— pretende consensuarlas. La mayoría absoluta que ha recibido responde a la percepción ciudadana de que, observando el Estado en bancarrota, hay que hacer cirugía de urgencia con apenas anestesia. La superioridad de Rajoy sobre Monti en Italia o Papademos en Grecia es que su legitimidad no es sólo funcional –es decir, la que se deriva de la eficacia de las decisiones socio-económicas— sino también representativa, con lo cual su potencial es mayor que el de esos dos tecnócratas impuestos por el directorio franco-alemán.
La opinión pública española –otra cosa es la sociedad civil con capacidad de decisión— está siendo muy lúcida. Según la última encuesta del CIS, publicada en los medios el pasado martes, el 82% de los consultados cree que el sistema tributario español es injusto, el 47% considera que hay mucho fraude fiscal y una mayoría, aunque más exigua, está dispuesta a pagar más para mantener los servicios públicos esenciales y las prestaciones sociales. Por otro lado, surgen propuestas de reformulación del Estado del bienestar –algunas arriesgadas— que van desde la imitación de modelos europeos de financiación de la sanidad mediante seguros obligatorios a rentas altas, al pago por la utilización de carreteras y, en general, a una mayor panoplia de tasas.
La ciudadanía como estatuto de las personas en un Estado democrático evoluciona: hay que establecer progresividad y revisar grandes conceptos-fuerza del siglo pasado como el de la universalidad y financiación pública de determinados servicios. La sostenibilidad del sistema va a requerir una discriminación por rentas percibidas –de trabajo y de capital— para no agrandar la fisura entre pobres y ricos. Este sistema de discernimiento de las situaciones económicas de los contribuyentes está en la base de los equilibrados sistemas públicos de prestaciones de los países escandinavos que han sofisticado enormemente su Estado del bienestar. Como ha argumentado Joaquín Estefanía (“La economía del miedo”) hay una rebelión de las elites que no quieren perder su posición privilegiada y rompen el contrato social de la solidaridad, y un creciente número de desafiliados –es decir marginales— que constituyen la proletarización de las clases medias y la desocialización de la sociedad. Estefanía ha elaborado una reflexión interesante que dará que hablar porque es muy cierto que la sociedad está ahora contraída por el miedo y los derechos económicos y sociales ciudadanos sometidos a una incertidumbre corrosiva.
Nuestra bancarrota –tal y como la definen los profesores Sosa Wagner y Fuertes— requiere no sólo de una diferente gobernanza –democrática pero decidida y dispuesta a enajenarse impopularidades y resistir adversidades–, sino también de una nueva mentalidad colectiva, de un realismo lúcido acerca de nuestra posibilidades para asumir sacrificios y, especialmente, para variar conceptos inerciales. El fracaso de la izquierda en Europa –y también de algunas opciones conservadoras— se explica porque se han aferrado a dogmatismos sobrepasados por la realidad de la crisis que sólo encontrará solución si se gobierna con paradigmas políticos nuevos. Patronales, sindicatos y partidos están en el trance de cambiar para no morir. Una nueva gobernanza para un nuevo tiempo. Nuevos gestores políticos para restaurar un Estado en bancarrota. Esa es la cuestión y esa es la misión que el cuerpo electoral ha encargado a la derecha política en España. Los ciudadanos están dispuestos a entender y asumir sacrificios, pero quieren saber por qué lo hacen y si sirven para salir de la ruina. Ese es el reto de España en el contexto europeo que se apresta a ser reformulado de forma drástica como anunciarán el lunes Merkel y Sarkozy. La eurozona ha fracasado y se va una Europa a dos velocidades. El desafío vuelve a ser estar en la vanguardia recuperando nuestro quebrado Estado.
José Antonio Zarzalejos, EL CONFIDENCIAL, 3/12/11