Inhábil en las formas, ciego ante lo que podía suceder, el Papa ha sabido, sin embargo, designar cuál es el fondo del problema, que no es el Islam, sino su deriva hacia la violencia. La tarea corresponde a los hoy marginales reformadores musulmanes, abordando una separación entre lo permanente y lo pasajero, la teología y el mito, algo que ya emprendieron otras religiones.
Lo sucedido con el discurso pronunciado por Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona muestra hasta qué punto la cuestión del diálogo entre las civilizaciones, y por ende entre las religiones, se mueve sobre arenas movedizas. Al tomar la palabra, el Papa tenía como principal intención subrayar, precisamente, el valor de ese «diálogo genuino de culturas y religiones», sin olvidar la crítica a un racionalismo de valor universal que postergase la idea de lo divino. Hasta aquí su toma de posición se acercaba a unos potenciales interlocutores musulmanes. Pero al mismo tiempo aspiraba a subrayar que la manifestación religiosa debía ser incompatible con la violencia, y de este modo pasó muy pronto a criticar frontalmente la yihad. Una inteligente cláusula de cautela le hizo recordar de entrada el versículo 2,256, amparándose en la advertencia coránica de que no ha de existir «ninguna coacción en materia de religión». Como todos ya sabemos, la raíz del conflicto reside en el relato subsiguiente, la conversación del emperador Manuel II Paleólogo con un erudito persa en 1391, donde el primero critica la figura de Mahoma por su mandato de «difundir por la espada la fe que él predicaba». El bizantino manifiesta que la expansión de la fe mediante la violencia es irracional.
Desde una lectura desapasionada, la propuesta papal, formulada sirviéndose del relato, es impecable. La religión con violencia deviene barbarie; la fe se apoya en la razón. Hubiera bastado que retomase la cita inicial del versículo 2,256 del Corán para que el círculo se hubiera cerrado armónicamente. Sólo que Ratzinger se deja llevar del razonamiento del personaje mencionado y sugiere un contraste entre un cristianismo inspirado por el «logos» y un islam sometido a la eventual voluntad arbitraria de Dios. Idealización para el primero, crítica estricta para el segundo. Si a esto añadimos la reproducción de los duros calificativos de Manuel II contra el Profeta, el conflicto resulta inevitable. No hubiese sido inútil recordar que el emperador, por largo tiempo rehén del sultán otomano Bayaceto, tenía su visión del Islam no sólo de los libros, sino de una realidad amenazadora y demasiado visible.
En cualquier caso, la principal objeción al discurso del Papa reside en que una lección de teología histórica no puede en estos momentos desconocer sus implicaciones políticas, entre ellas el desagrado que le podía producir a un Gobierno turco neokemalista una evocación de la memoria histórica de Bizancio. Era como mentar la bicha, sobre todo si se aspiraba a visitar el país a corto plazo.
Lo dicho por Ratzinger es en una parte razonable, en otra discutible, pero el tipo de reacción visceral suscitado, incluidas las palabras del primer ministro turco, Tayyip Erdogan, demuestra que será muy difícil introducir en el programa de la Alianza de Civilizaciones el menor atisbo de crítica, cuando ésta aluda a aspectos concretos del Islam, y por supuesto al más espinoso de todos, la yihad. Y si en pleno auge del terrorismo islamista, los pensadores musulmanes tienden a enmascarar el tema con los tópicos habituales sobre la yihad como esfuerzo personal o como acto legítimo de resistencia a la opresión exterior, y los externos al Islam se ven forzados a aceptar lo anterior y callar para no levantar protestas, la labor positiva de la Alianza quedará cercenada de antemano.
Diálogo supone aceptar la emisión de las opiniones del otro, aun cuando puedan irritar, y por lo que vemos la exigencia de una actitud reverencial en medios islámicos, contrapunto del recelo, cuando no del desprecio en Occidente, tiene por desembocadura única un callejón sin salida.
En el mundo de hoy existe el riesgo de la formación de una comunidad de creyentes radicalizados, que o acepta o respalda la yihad. Y la política internacional de Occidente está haciendo cuanto está en su mano para atraer adhesiones a semejante proyecto de destrucción. Por eso, el establecimiento de contactos entre vértices institucionales, sustentados en comisiones de expertos, es un primer paso necesario, pero no suficiente. Hace falta dar calado al programa de actuaciones, hun-dirse en el incómodo barro del estudio de las causas de los procesos de radicalización islamista. En los países occidentales, no basta una acción policial eficaz, siendo imprescindible conocer y atender las demandas de socialización de los colectivos musulmanes, sin por ello dar vía libre a la constitución de guetos autárquicos. Apoyo a los musulmanes como ciudadanos con diferente religión y cultura, sí; umma frente a Estado de derecho, no, sería la fórmula.
Los cauces de relación entre intelectuales de las dos religiones siguen siendo pobres, y se limitan a encuentros entre quienes piensan de la misma manera, al amparo de los poderes político y académico. Faltan interlocutores e informaciones que quiebren el círculo vicioso del masoquismo de raíz saidiana (por los epígonos de Edward E. Said), según el cual las responsabilidades son todas de Occidente y el Islam resulta envuelto en una atmósfera de angelización. Y a modo de complemento sobran soñadores de ocasión, entre ellos intelectuales de primera calidad, los cuales se entregan a sugerir la historia paradisiaca de un Mediterráneo construido sobre la convergencia de las religiones.
A partir de semejantes ensoñaciones, resulta fácil proceder a la designación de interlocutores escasamente fiables. El razonamiento de base para su selección es bien simple: si hay un Islam radical, fuente del terrorismo yihadista, pongamos nuestra confianza en el islamismo moderado, gracias a él, los colectivos musulmanes alcanzarán en el mundo árabe regímenes más justos que las presentes dictaduras y en los países occidentales su hegemonía eliminará el peligro del islamismo radical, volcado hacia la yihad.
El inconveniente es que los nuevos elegidos rechazan ciertamente el terrorismo, se atienen a una visión del mundo presidida por una lectura estricta del Corán y las tradiciones, y si bien aceptan el concepto de modernización, lo hacen para transformarlo desde el interior, cuando no a proceder de forma primaria a su inexorable rechazo. Como en el caso de Tariq Ramadan, pueden propugnar la integración de los creyentes en los marcos jurídico-políticos del Estado de derecho, defender la democracia, sustituir la consideración belicista de Europa como dar al-harb por la de dar as-shahada, tierra de predicación. No es poco. Pero su propósito es la formación de la umma, una comunidad de musulmanes, en principio compatible con el Estado de derecho, aunque con sus propias normas que llegado el caso, previa consulta con los expertos legales propios, prevalece en las conciencias sobre la legislación del Estado. La visceral oposición de Ramadán a la ley prohibitoria del velo mostró su verdadera opción. Y otro tanto sucede con sus posiciones sobre la lapidación (moratoria), los homosexuales (fuera de la senda de Dios) o el castigo físico a la mujer dispuesto en el 4,34 del Corán, a administrar con un palito simbólico del árbol siwak. No hay en Ramadán choque de civilizaciones, sino «cara a cara de las civilizaciones», partiendo de la superioridad del Islam. Menos propicio al diálogo es otro proyecto, el de «islamizar la modernidad», del teólogo y político marroquí Abdessalam Yassin, influyente en medios magrebíes en su país y en España. Sólo introduciendo los valores islámicos podrá salvarse una modernidad perversa. Escuchar a tales portavoces está bien; no así creer que pueden ser eficaces interlocutores en un diálogo de religiones y políticas. De momento, sólo en la experiencia desarrollada en Turquía bajo la cautelosa dirección de Tayyip Erdogan puede adivinarse una conciliación efectiva entre islamismo y sociedad abierta.
Quedan, no obstante, caminos abiertos, partiendo de la existencia de un pensamiento islámico reformador, abierto a la democracia, que separa, en la línea de Taha y de Charfi, la concepción teológica del Islam, formulada en La Meca, de su desarrollo histórico posterior. Tal es la clave: el problema no es el Islam, sino su deriva hacia la violencia, que el Papa supo captar, pero fue luego incapaz de desarrollar. Por otra parte, el Islam tampoco es inmóvil: a partir de la indagación llamada ijtihad, de su actualización, puede enlazar con las condiciones de una sociedad abierta. Ahí está el esfuerzo fallido de Jatamí, adelantado por cierto de la idea del Diálogo de Civilizaciones. Sólo que la tarea corresponde aquí a los hoy marginales reformadores musulmanes, con el objeto de abordar una labor de separación entre lo permanente y lo pasajero, la teología y el mito, algo que ya emprendieron otras religiones. Aunque también aquí la realidad es a veces dura, como en esa edición del Corán de bolsillo, avalada por la editorial saudí Darussalam y vendida en Londres, en que dentro del versículo 8,60, allí donde se habla de aterrar (irhab) a los enemigos, la caballería es sustituida por la conveniencia de emplear «tanques, aeroplanos, misiles, artillería». Por una vez, la palabra de Alá no es sagrada literalmente.
Inhábil en las formas, ciego ante lo que podía suceder, el Papa ha sabido, sin embargo, designar cuál es el fondo del problema.
(Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política)
Antonio Elorza, EL PAÍS, 21/9/2006