El Correo-J. M. RUIZ SOROA
Albergar en la misma mente criterios cognitivos y justificativos contradictorios entre sí no está al alcance de muchos humanos. Quizás en ello consista la identidad vasca
La Revolución francesa significó en toda Europa la apertura de una lucha a muerte entre dos maneras diversas de legitimar las instituciones públicas, incluido el Gobierno. Una era la legitimación historicista, según la cual las instituciones que existen en cada sociedad gozan de legitimidad por el mero hecho de existir, por su historia prolongada y por ser emanación de una forma particular de existir de cada pueblo o sociedad. La otra era la racional normativa, según la cual una institución sólo puede estar legitimada cuando es conforme al criterio que se deriva de una serie de valores universales como la libertad, la igualdad o la seguridad. Adoptar el segundo de los criterios, el racionalista, suponía embarcarse en una tarea inagotable de revisión crítica de las instituciones públicas existentes para ver hasta qué punto se adecuaban a los valores citados y, en otro caso, derogarlas o modificarlas. Por eso era revolucionario.
El historicismo fue defendido por todos los intelectuales que respondieron con rechazo espantado ante la Revolución (los reaccionarios propiamente dichos, como De Bonald y Maistre o, entre nosotros, Donoso o Sabino Arana) y de manera más matizada por los conservadores tipo Hegel, Savigny o Burke, que veían también en la historia particular de cada sociedad el desarrollo de una razón más profunda y digna de respeto y acatamiento. Como lo diría Cánovas, otro moderado, cada nación se funda sobre unas «verdades madre» de las que no puede apartarse simplemente porque la razón crítica de cada momento lo exija.
Es bastante claro que el racionalismo (en alguna de sus variantes, la utilitaria o la deóntica) ganó en principio esta pelea decimonónica. Y por eso tantas y tantas instituciones cayeron en los dos últimos siglos en la escombrera que montó la piqueta de la razón, desde el gobierno absoluto hasta la esclavitud, desde los privilegios nobiliarios hasta el supremacismo masculino. No fue fácil ni sencillo, porque las situaciones históricas de privilegio o supremacía intentaban justificarse o camuflarse bajo algún tipo de racionalidad que las amparase (desde la biología hasta la utilidad), pero en general puede decirse que el historicismo como fuente de justificación de reglas o instituciones se considera hoy una antigualla insostenible. Como mucho, se admite por el racionalismo que la razón se desarrolla dentro de la historia y que por ello las instituciones heredadas pueden beneficiarse de una especie de presunción de adecuación, de manera que la carga de probar que no es así y que deben ser abolidas o reformadas recae sobre el crítico racionalista. Pero el juicio, al final, por mucho que provisional y sujeto a falsabilidad, es el de la razón y sus valores universales.
Perdonen el rollo, pero es que me hacía falta para situar adecuadamente una de esas que podríamos llamar «originales aportaciones vascas a la historia del mundo». Consistente en que, por acá, por el País Vasco, rige una extraña anomalía: la de que la fundamentación que legitima a las instituciones no es ni la una ni la otra, ni la racional ni la histórica, sino que es… la que convenga en cada caso. En nuestras cabezas eusquéricas, caso único mundial (como el Athletic), caben sin chirridos las dos fundamentaciones antagónicas. ¿No lo creen? Pues se lo ejemplifico rápido. Que los ciudadanos de un Estado reciban la misma financiación pública para los servicios esenciales tales como sanidad, enseñanza e infraestructuras colectivas, con independencia del lugar en que habiten es un principio que deriva de las ideas mismas de justicia, equidad y solidaridad. Pura razón. Pero en España ciertos ciudadanos, por el mero hecho de vivir en cierto lugar, gozan exactamente del doble de financiación: con el mismo esfuerzo fiscal y para unos mismos servicios, se les da el doble. Así les va de bien, dicho sea de paso. Pero cuando se saca el tema, los ciudadanos en cuestión y sus políticos (todos sin excepción) exclaman al unísono: ¡quieto ahí, esto es así por la historia, porque tenemos un derecho histórico a ello, porque siempre fue así! La historia legitima nuestra desigualdad privilegiada, digan lo que digan los valores racionales universales, que en esta cuestión no pasan de Puentelarrá. Vale, piensa uno, hemos llegado a un país historicista, un extraño reducto de la legitimización por la historia. Pero no, la cosa no está tan clara. Porque cuando se trata de otra institución, por ejemplo, la monarquía como forma de Estado, esos mismos políticos y ciudadanos (pongamos que Urkullu o Podemos) critican acerbamente que en una democracia pueda existir un cargo público relevante cuya provisión se encomiende a la genética y no a la elección por el pueblo. Ser monarca por nacimiento es un privilegio inadmisible allí donde debe reinar la igualdad de todos los ciudadanos. ¿Se dan cuenta? Resulta que ante la monarquía piensan y reaccionan como depurados racionalistas, a pesar de que ante el Cupo se proclamaban historicistas de hoz y coz. Uno esperaría que aplicasen a la monarquía hispana el mismo criterio de justificación histórico y dijeran que la institución está legitimada por unos cuantos siglos de historia. Pues no, antes sí y ahora no.
Y lo mismo sucede al tratar del engarce inclusivo del País Vasco en España. Resulta que nuestros historicistas (para los cuales la organización foral confederal de las tres provincias es cuestión que la historia ha remachado para siempre) no creen que en el caso de España una historia de siglos de unión bajo una autoridad sea argumento para sostenerla. No, el único argumento válido es la voluntad democrática de la mayoría, el llamado ‘derecho de autodeterminación’. Algo que hasta en su propio nombre está proclamando su raigambre racionalista.
Albergar en la misma mente criterios cognitivos y justificativos contradictorios entre sí es algo que no está al alcance de muchos humanos. Quizás en ello consista, al final, la tan buscada identidad vasca. En vivir feliz en la contradicción, porque conviene.