La única premisa sensata de la Ley del Euskera es la del principio básico de «adecuación a la realidad sociolingüística»…, que los gobiernos sucesivos han ignorado sistemáticamente. ¿O es que la inmersión lingüística en la Educación Infantil respetará la Carta Europea de Lenguas Minoritarias: «la protección y el fomento de las lenguas minoritarias no deberían hacerse en detrimento de las lenguas oficiales y de la necesidad de aprenderlas»?
Rebajas éticas en Euskadi. O la inmoralidad como nuestra ética pública, según prefieran. El titular de un periódico vasco hace unos días rezaba así: ‘Cultura extiende las exigencias éticas a todas las ayudas al euskera’. Quería decirse que la Viceconsejería de Política Lingüística pone ciertas condiciones a quienes deseen recibir sus ayudas. En concreto, esa viceconsejería da por supuesta la excelencia ética de su propia política y a un tiempo se erige en tribunal de la conducta moral de las asociaciones y entidades, etcétera, a las que subvenciona. Eso sí, un tribunal que confunde los criterios éticos, lisa y llanamente, con los legales. A qué punto habrá llegado la inmoralidad pública en nuestro país, que sus autoridades reclaman desde la Moral lo que ya exige el Derecho.
Pues ¿en qué consisten tales exigencias éticas? En «respetar los derechos humanos y los valores de la convivencia entre las personas». ¿Y cómo se respetan? Basta que los solicitantes de las ayudas no exhiban símbolos que puedan resultar ofensivos para los ciudadanos o vulneren su dignidad. No parece que sea mucho pedir por parte de un Gobierno y en una sociedad que se presumen democráticos. La moralidad de la política lingüística como tal no está en cuestión, eso ni se toca; lo cuestionado son los carteles y folletos de ciertos organismos que la fomentan o aplican. Lo que se traduce, a fin de cuentas, en que los beneficiarios deben renunciar a todo lo que suene a «justificación de la violencia». Esto es lo que dan de sí los requisitos de la decencia en la política vasca. En nuestra política sólo es mala la violencia, en especial la mortífera, y su justificación; fuera de ello, todo lo demás es perfectamente legítimo e impecable. He ahí un fino código moral.
Así que no se subvencionará ningún proyecto de euskaldunización que justifique el terrorismo. Adelantemos que la viceconsejería lo va a tener difícil para cribar sus ayudas. Por opuestos que sean sus instrumentos, no están muy alejadas las justificaciones etnicistas que respectivamente amparan la política lingüística más ordinaria y la acción terrorista más extraordinaria. Eso sin contar que la complicidad con el terrorismo se extiende en círculos concéntricos entre los nacionalistas, de manera que quien no es su cómplice inmediato será cómplice más o menos mediato. Sólo hay que observar, como un síntoma más, el comportamiento de los partidos integrantes del Gobierno vasco respecto de las mociones de censura contra ANV.
Pero lo que más desconcierta es la ingenua seguridad (¿o diremos la cínica desenvoltura?) con que los responsables de esa política comparecen en el foro. Pues lo cierto es que tal política encarna como pocas el desprecio manifiesto y prolongado de los derechos humanos de la mayoría de los vascos, a fuerza de consagrar unos derechos lingüísticos que no lo son y de recortar o perseguir los derechos lingüísticos indiscutibles. Aquí, como en otras regiones de España con afanes soberanistas, los gobiernos llevan decenios actuando contra la justicia lingüística. ¿Y no será esa justicia lingüística la exigencia ética primordial de toda política sobre la lengua?
El señor viceconsejero no sospecha ni un instante de que la entera política lingüística vasca, por carecer de fundamentos morales que la justifiquen (o, mejor, por asentarse en fundamentos inmorales), puede ser ilegítima, o sea, profundamente inmoral. Tampoco parece difícil imaginar su réplica, puesto que no suelen tener más que una: esa política es legítima sencillamente porque se acomoda a la legalidad. Fue lo que me respondió en su día el ex rector cuando le pedí en público que justificara por qué la UPV desde hace años no celebra ningún concurso de plazas en español o que otorgue 9 puntos de ventaja a los candidatos a profesores suplentes con algún título de euskera. Se trata de una legalidad, claro está, que ellos mismos han fabricado para amparar precisamente esta política. Pero resulta una legalidad democrática, replicarán todavía, porque ha recibido el apoyo mayoritario de los votantes. Las mayorías, y más aún las manipuladas o acobardadas, ¿saben?, a menudo toman decisiones muy poco democráticas. Así que uno diría que la única premisa sensata de la Ley del Euskera es la que enuncia el principio básico de «adecuación a la realidad sociolingüística»…, que los gobiernos sucesivos se han encargado de ignorar en cada una de sus acciones políticas.
Ése es, por cierto, el criterio legitimador enunciado por la Carta Europea de Lenguas Regionales y Minoritarias, diga lo que diga después un comité de expertos que parece haberlo olvidado. ¿O es que la anunciada inmersión lingüística en la Educación Infantil respetará el mandato del preámbulo de esa Carta según el cual «la protección y el fomento de las lenguas regionales o minoritarias no deberían hacerse en detrimento de las lenguas oficiales y de la necesidad de aprenderlas»? Aquellos expertos reprochan las carencias lingüísticas en Justicia, la Ertzaintza, Osakidetza y otros servicios públicos. ¿Y por qué ese deficiente bilingüismo entre nosotros ha de ser reprochable si la mayoría es monolingüe? Los expertos (y con ellos el señor Baztarrika) ocultan que por territorio de una lengua regional o minoritaria debe entenderse «el área geográfica en la cual dicha lengua es el modo de expresión de un número de personas que justifica la adopción de las diferentes medidas (…) previstas en la presente Carta» (art. 1). Así las cosas, ¿se justifican esas medidas por igual en todo el territorio de la CAV?
Con arreglo a ese principio moral de atención a la realidad de sus hablantes efectivos, una política lingüística debería haber partido de un criterio de zonificación según fuera el uso social del euskera en las diversas porciones del territorio vasco. Se habrían distinguido así grandes partes de Álava, bastantes zonas de Vizcaya y algunas de Guipúzcoa en las que el castellano es la única lengua (o la abrumadoramente mayoritaria) que conocen y emplean sus habitantes. De igual manera se habrían catalogado los lugares en los que el euskera resulta la lengua predominante y merece el rango de lengua cooficial. Y, de acuerdo con su inserción en zonas castellanas o vascófonas, se habrían dictado los distintos derechos lingüísticos de los ciudadanos vascos en la enseñanza y sus relaciones con la Administración. El bilingüismo se atendría a sus límites reales y no a los ficticios.
No se habría intentado así la sistemática relegación oficial de la lengua común y, desde luego, mayoritaria. Es decir, nadie habría tramado el inicuo proyecto de imposición de una lengua minoritaria, aunque indispensable para la ‘construcción nacional’, como herramienta de la enseñanza de todos. No se habría instaurado el sistema de discriminación laboral que exige el conocimiento del euskera como requisito o mérito decisorio en el acceso a la función pública, sea cual fuere la realidad lingüística de la población y el cometido público que tocara desempeñar. Nos habríamos ahorrado las incontables injusticias -con sus incontables sufrimientos- cometidas en las áreas de educación o sanidad entre otras. Son unas injusticias que no han sido producto accidental, particular o imprevisto, sino un resultado necesario, general y harto previsible de esa política. En suma, de una política que no se ha atenido a las debidas exigencias éticas.
Y habría que referirse todavía a la abusiva carga de esta política en el presupuesto público, en detrimento de partidas requeridas por otras necesidades más universales, graves y urgentes de la ciudadanía vasca. Y al engaño permanente como arma gubernamental, lo mismo en sus intentos de fundar los derechos lingüísticos (Euskera 21), de extender el conocimiento del euskera (v.g. entre los inmigrantes), de ocultar los resultados académicos (v.g. pruebas del PISA) o de inflar el número de hablantes (v.g. estadísticas y encuestas habituales). Y al fomento en la sociedad de un difuso clima de vergüenza ante la propia lengua individual y de disimulo frente a la lengua propia colectiva, ajena a la usual de la mayoría… De todo esto, ya ven, la ética no tiene nada que decir.
(Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía Política de la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, EL CORREO, 4/2/2009