Santos Juliá-El País
En 2017, dos instituciones del Estado actuaron como si la Constitución y el Estatuto dejaran de regir
Vieja conocida en la política española, el general Franco acostumbraba a contar en sus discursos la cantidad de ocasiones en las que rebelión, revolución, insurrección, pronunciamiento, guerra civil quebraron Constituciones y dieron con Gobiernos en tierra a lo largo del siglo XIX y durante el primer tercio del XX. Lo suyo, decía, no entraba en estas categorías, no había sido una rebelión, sino un “movimiento nacional”, un “alzamiento” o “levantamiento”, sostenido por el pueblo o por la nación entera. No solo él, también el cardenal Gomà puso todo su empeño en demostrar que lo ocurrido el 18 de julio de 1936 no había sido una rebelión militar, sino una cruzada por Dios y por España, como repetiría años después su sucesor en la sede primada, el también catalán Enrique Pla y Deniel, en una carta dirigida a las potencias aliadas para instruirlas sobre el particular caso de España.
Tanta fue, sin embargo, la sucesión de rebeliones que la palabra acabó rodeándose de un aura sagrada, la santa rebelión. De hecho, mientras solo significaba, como escribía Pérez Galdós, un sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, ser rebelde constituía un timbre de gloria, algo de lo que presumir. Va entonces rebelión acompañada de un calificativo que resta violencia: una “rebelión de la sonrisa”, como llamaba Pilar Rahola a lo que sucedía en Cataluña bajo su mirada; una “rebelión pacífica”, según Antonio Baños, dirigente de la CUP, a quien su rebelión catalana le producía una sensación similar al aire fresco soplando desde levante; una “rebelión inédita”, en forma de “movilización permanente y selectiva”, como la describía Lola García en sus estupendas crónicas. Si las revoluciones eran ahora de terciopelo, ¿por qué no podría la rebelión vivirse como fiesta en la calle?
Por supuesto, nada que ver con el 6 de octubre de 1934 en Barcelona, con la plana mayor de la Generalitat encarcelada, procesada de inmediato y condenada por “rebelión militar” por un tribunal tan politizado como lo era el de Garantías Constitucionales de la República. Tampoco, claro está, con las rebeliones o sediciones que esmaltaron las guerras carlistas y llevaron a los reos ante el pelotón de fusilamiento; por no hablar de quienes, permaneciendo leales a la República, fueron acusados de rebelión y sometidos durante y después de la Guerra Civil a inicuos consejos de guerra por los auténticos rebeldes, una forma de administrar justicia al revés, como reconoció, a toro muy pasado, Ramón Serrano Suñer.
No es este el lugar para dilucidar tan peliaguda cuestión: juristas tienen el Estado y la Academia para debatirlo. Pero si se quiere dar cuenta de lo que ocurrió, y no trivializar todo definiéndolo como una muestra de escaso respeto al principio democrático, o como inevitable resultado de no haber hecho política, entonces habría que decir que desde el 6 de septiembre al 27 de octubre de 2017, titulares de dos instituciones del Estado actuaron como si la Constitución y el Estatuto de los que se derivaba su poder dejaban de regir en un territorio del mismo Estado. Algo de tanta enjundia no surge de la nada: fue menester la aprobación de muchas leyes y resoluciones inconstitucionales en el Parlament y mucho saltarse la ley en el Govern, mucha movilización en la calle con varios referendos y elecciones plebiscitarias, y muchas complicidades tramadas desde el poder, hasta llegar a la DUI o pronunciamiento final.
Tal vez todo eso junto no constituya una rebelión, allá los juristas; pero es a todo eso a lo que se refería Quim Torra cuando, poco antes de ser elevado a la presidencia de la Generalitat, advertía a Sepharad, “bestia sucia”, que “la revolución catalana es imparable”.