REBELIÓN PERO MENOS

ABC-IGNACIO CAMACHO

El Gobierno está blanqueando la gravedad de un golpe contra el Estado para permanecer en el poder durante otro rato

LO que sucedió hace un año en Cataluña fue una rebelión institucional contra la Constitución española, prolongada durante mes y medio entre las leyes de desconexión, el referéndum ilegal y la declaración formal, tal día como hoy, de la independencia. En el sentido coloquial y en el semántico nadie cuestiona que así fuera, ni siquiera los propios independentistas que se ufanaban de su desobediencia a los tribunales hasta que el Supremo entró en escena. En términos estrictamente jurídicos cabe un cierto debate sobre el tipo penal –rebelión o sedición– basado en si concurrió o no un componente de violencia. Pero no existe ninguna duda de que se produjo un levantamiento, una subversión, una revuelta, un motín dirigido a proclamar la secesión, un desafío a la legalidad que ningún Estado dejaría sin condena. Y de eso es de lo que trata la causa judicial instruida por el juez Llarena, que el Gobierno ha comenzado a entorpecer a petición expresa de Oriol Junqueras, transmitida desde la cárcel a través del enviado Pablo Iglesias.

Junqueras exigía un gesto, un guiño de complicidad –en este caso literal– a cambio de su apoyo a los presupuestos. Y no sólo ha obtenido uno sino dos, porque el primero consistió en la humillación gubernamental de admitir a un preso como interlocutor en la negociación de su principal proyecto. Pero el Gabinete aún estaba dispuesto a degradarse un poco más, y lo ha hecho. Como no puede presionar a la Fiscalía para que rebaje la acusación inicial –ojo a la definitiva– sin exponerse a un escándalo manifiesto, pretende implicar a la Abogacía pública en la defensa de su nuevo criterio: fue una rebelión descafeinada, la puntita nada más, una especie de juego. Sánchez sabe que los líderes insurrectos saldrán condenados sin remedio, pero busca que lo sean por un delito más leve, más indultable, más modesto, cuya deliberación abra dudas en la Sala del Supremo. Y en todo caso pretende ganar tiempo haciendo ver a los procesados que se muestra sensible a sus deseos. Acostumbrado a tirar para adelante a cualquier precio, a moverse en el alambre ocasional de la perentoriedad del momento, su mayor interés, su único apremio, reside en la obtención inmediata del visto bueno que le permita armar una mayoría en el Parlamento. Luego ya se verá; en el peor de los casos siempre podrá culpar a los magistrados de mantenerse en el empeño.

Hemos llegado así al más triste de los aniversarios. Ni siquiera los separatistas se atreven a celebrarlo, presos de la mala conciencia de no haber defendido su propio órdago revolucionario. Pero lo que no resultaba imaginable hace un año era que el Gobierno de España los ayudase a blanquear la sublevación atenuando la gravedad del relato. Que malversara su propia autoridad democrática, que se aviniese a escatimar la importancia de un golpe contra el Estado para permanecer en el poder por otro rato.