Ignacio Camacho-ABC

  • Ante la pandemia vamos en sentido inverso. La convivencia vigilada con el virus es la fase que correspondía a febrero

Con la pandemia estamos recorriendo en España, y en algunos otros países, el proceso inverso al que aconsejaba el buen entendimiento. Esta llamada «nueva normalidad» es la que debería haber correspondido a febrero: una cierta convivencia vigilada con el virus para luego ir restringiendo la movilidad, si se complicaban las cosas, en una escalada desde la fase cuatro hasta la cero. Pero el Gobierno minimizó los indicios por las razones que ahora sabemos, y cuando la catástrofe se echó encima era demasiado tarde para tomar caminos intermedios y hubo que recurrir de entrada al confinamiento extremo. Cuarenta mil muertos después deberíamos estar todos lo bastante advertidos para no cometer excesos de confianza que nos puedan devolver al encierro. Y dado

que del Ejecutivo no cabe esperar muchos aciertos -aunque algo habrá aprendido a fuerza de tropiezos- y que quienes han mentido varias veces es muy probable que vuelvan a hacerlo, nos toca a los ciudadanos asumir una cuota de responsabilidad para autoprotegernos. Lo que significa, en primer término, aceptar que el bicho sigue ahí y que hay que tenerle respeto, si no miedo, porque existe riesgo real de que ataque de nuevo.

Habrá rebrotes, palabra de moda, que son lo contrario de aquellos brotes verdes del zapaterismo. Y habrá que acostumbrarse, por tanto, a la necesidad de aislamientos selectivos, más eficaces cuanto más rápida sea la reacción de unas autoridades a las que les puede temblar la mano por no perjudicar al turismo. Para cerrar, si necesario fuere, una localidad costera en plena temporada va a hacer falta mucho músculo político. Sucede además que el mando único ha caducado y que serán las autonomías las que se hagan cargo de las decisiones que correspondan en cada caso, lo que garantiza broncas partidistas y atribución de culpas al adversario. Al anular sus cómodas prerrogativas excepcionales, Sánchez se ha lavado las manos y no volverá al estado de alarma -ayer la portavoz Montero desmintió al respecto a Carmen Calvo- sin la coartada de un clamor plebiscitario que le sirva para entronizar su liderazgo. Entramos en una zona gris de gestión borrosa y poderes descentralizados en la que algunos pueden sentir la tentación arrojadiza de socializar el fracaso.

Esta vez, sin embargo, la experiencia vivida nos deja a todos un conocimiento suficiente para mantener la guardia alta al margen de la confrontación sectaria. Al virus hay que achicarle el campo con mascarillas -ay, aquella imperdonable mentira de que no hacían falta-, con conciencia del peligro y con una distancia social que por desgracia se está echando de menos en muchas situaciones cotidianas. Porque al Gobierno le interesa que se olvide pronto el drama, que se convierta cuanto antes en una pesadilla lejana, pero los demás no podemos volver a vivir, al menos durante un tiempo, como si no hubiese pasado nada.