Ignacio Camacho-ABC
- El sanchismo ha vuelto a salir del aprieto a su estilo: arrollando las reglas de juego para obtener un beneficio pírrico
Sánchez ha sacado adelante, por los pelos, una minirreforma laboral tan innecesaria que en la práctica no reformaba nada, pero lo ha logrado a costa de lesionar aún más la ya muy deteriorada confianza en la institución parlamentaria. La bronca por la validez del voto decisivo emitido por vía telemática trasciende el debate sobre la cuestionada imparcialidad de la presidenta de la Cámara para impactar de lleno sobre una cuestión de mucha mayor importancia: el respeto de la clase política española a las formas y procedimientos de la democracia. Los representantes de la soberanía popular residenciada en el Congreso han ofrecido en directo un triste espectáculo de desdén por las reglas del juego, orilladas en el bochornoso forcejeo por librar de un aprieto al Gobierno. Otro paso más en el deterioro que el sanchismo lleva tres años infligiendo a la separación de poderes y a los mecanismos de control y contrapeso -‘check and balance’- con tal de consumar sus empeños de cualquier manera y a cualquier precio.
Ese daño reputacional causado al sistema es bastante más grave que el resto de los desperfectos de una operación en que el Gabinete se ha dejado numerosos desgarrones para escapar del fracaso, que van desde las grietas afloradas en su variopinto bloque de respaldo hasta el desplome del crédito negociador de la vicepresidenta Díaz y del ministro Bolaños. La oposición también ha sufrido estragos: al fin y al cabo tuvo un relevante éxito en sus manos y lo malogró por el error impresentable de uno de sus diputados, al que hay que sumar la implosión del partido foralista navarro. Pero todo eso no pasa de ser un conjunto -eso sí, bastante nutrido- de gajes del oficio, avatares propios del trajín político. Lo más difícil de reparar es el destrozo producido en la credibilidad de un Parlamento cuya limpieza funcional ha quedado en entredicho bajo el escándalo de parcialidad, marrullería y ventajismo. Una vez más, Sánchez ha resuelto a su estilo el problema que se había creado a sí mismo: arrollando el prestigio institucional para obtener un beneficio personal pírrico.
La consagración de la anomalía consiste en que es el Gobierno el que legisla; las Cortes simplemente se limitan a convalidar los decretos que Moncloa redacta, expide y aplica. Si es menester, como el jueves, la ‘speaker’ arbitra con sesgo oficialista para forzar una mayoría cogida con pinzas. El Congreso no sólo ha perdido -y hasta renunciado, como en el estado de alarma- su capacidad de fiscalización sino la de iniciativa, ninguneado en sus atribuciones esenciales por una deriva de cesarismo que incluso se permite recortar el papel de la Monarquía. El sometimiento de toda la vida pública y de todo el Estado a la voluntad omnímoda del presidente perfila una legitimidad de corte populista. Y la única barrera que le queda por saltar, veremos hasta cuándo, es la de la justicia.