Recuerdos enfrentados

EL CORREO 20/11/13
MANUEL MONTERO

· Lo peor sería una ‘memoria’ oficial que hablase de violencias multilaterales y no destacase como la principal lacra histórica la agresión del terrorismo a la democracia. Algo de eso está pasando

Sin una memoria compartida sobre la atrocidad que ha supuesto el terrorismo persistirán en el País Vasco las deficiencias democráticas, además de los riesgos de que la pesadilla pueda volver, por persistir justificaciones. Pues bien: conviene hacerse a la idea de que será así, que de momento nuestra convivencia seguirá cogida con alfileres. No quiere decirse que pelillos a la mar, que mejor no nos preocupamos por lo que sucedió. Mirar hacia delante –o sea, hacia otro lado– como si no hubiese pasado nada sería una impostura. Todo indica, sin embargo, que por ahora será imposible crear una memoria democrática común.
Basta ojear el Plan de Paz y Convivencia que tenemos ahora. Estará hecho con la mejor de las intenciones –sólo faltaba–, pero es un tótum revolútum en el que los árboles no dejan ver el bosque. No jerarquiza sino amontona. Si con sus criterios se organizan charlas en las enseñanzas medias, los estudiantes van a asistir a un inconcebible desfile de víctimas diversas. Les resultará imposible aclararse. Concluirán que todo estaba muy mal, que todos tuvieron su culpa y que había causas de fondo que explicaban el terror, una violencia más. A lo mejor se pretende eso, pero no parece el procedimiento idóneo para superar la época en que nos demolió el terrorismo.
En los últimos 35 años hemos tenido no menos de seis planes de paz o de paz y convivencia (y variantes): ¡el primero es de 1978! No coinciden entre sí, pero comparten el optimismo del diseñador, por lo común gubernamental. Tienden a soslayar las dificultades por el procedimiento liso y llano de ignorarlas. Por eso nunca llegan a buen puerto.
El plan de paz y convivencia de los nuevos tiempos peca de lo mismo. No afronta las razones obvias que dificultan, incluso imposibilitan, compartir una memoria sobre el azote del terrorismo. Entre ellas: es difícil tener los mismos recuerdos si las vivencias fueron muy distintas; hubo quienes lo apoyaron y no se les exige la autocrítica contundente. Además, quizás con el despliegue de este plan se buscan efectos políticos diferentes según el color del cristal ideológico con que se mira. Para algunos el objetivo no es la paz y la convivencia, sino cerrar la etapa obteniendo una victoria, pues lo sería que no quedasen estigmatizadas las razones por las que se justificó el terror.
El intento de buscar una visión compartida del terrorismo está condenado al fracaso mientras quienes apoyaron a ETA no la rechacen taxativamente, no digamos si, además, mantienen una lectura justificativa de las brutalidades. Cualquier plan de paz y convivencia pasa por la exigencia de la condena categórica del terrorismo, sin apaños, aunque sea a posteriori: sin ese requisito resulta imposible pensar en una memoria democrática, la única posible. Esta no llegará sumando percepciones contradictorias, cogiendo algo de aquí, algo de allá, pues no suman sino que se niegan. No vale en esto el escapismo ni la salida por la tangente.
Otra dificultad para gestar la memoria colectiva: en realidad, los recuerdos sociales están parcializados y son opuestos entre sí. En su momento cada uno entendió el terrorismo de una forma. El nacionalismo radical creyó que estaba en una guerra de liberación nacional, en la que combatían heroicamente contra España y los españoles: desde su punto de vista no había terrorismo, sino combate legítimo y necesario. El nacionalismo moderado tuvo su propia lectura: condenó ‘la lucha armada’ –el término que usó por lo común–, pero entendió que era un efecto indeseado ‘del conflicto’, cuya resolución soberanista resultaba indispensable para acabar definitivamente con la violencia. Son visiones opuestas entre sí, pero ambas antagónicas a la de los sectores que sufrieron el sistemático acoso del terror. Por si fuera poco, hubo resistencia democrática, pero también quienes miraron para otro lado, con coartada política o sin ella. Sin una interpretación común resulta inviable una memoria compartida. Si, además, la ‘memoria oficial’ quiere explicar las posturas que mantuvo cada cual, incluso las que no se opusieron al terror, nos encontramos ante fuegos de artificio.
Hay una hipótesis peor, no incompatible con la anterior: que esta ‘memoria’ mantenga el marco interpretativo con que se justificó el terror, aunque lo condene. Sería aquel que no sostuviese las virtudes de la democracia frente a la barbarie, que hablase de violencias e injusticias multilaterales y que no destacase como la principal lacra histórica la agresión del terrorismo a la democracia. Algo de eso está pasando, en el revoltijo conceptual en el que se desenvuelve la materia. Olvida que ha de combatirse fundamentalmente el apoyo social que tuvo la violencia: existió tal respaldo y esto motiva que hagamos planes para convivir. El problema social no es la violencia que contó en todo momento con la condena general, la que practicaron a veces grupos policiales, parapoliciales y ultras. La repulsa de estas barbaridades se produjo entonces y ahora, en esto el País Vasco no presenta carencias. Los déficits vienen de que hubo quien apoyó el terrorismo o miró hacia otro lado. No entenderlo así nos puede llevar a uno de los mayores fiascos que nos han tocado en suerte.
Como es lo más probable, conviene estar preparados. Quizás la memoria que se está pactando –¡en el País Vasco se pactan los recuerdos!– intenta dar a cada uno su gusto y su razón. Pero si no se condenan el terror y sus razones habrá sobrevivido su esquema belicista. Llegaría una paz y convivencia condicionadas.