El pasado 22 de diciembre, el diario francés Le Figaro abrió su edición digital con la aprobación en el Congreso de los Diputados español de la llamada «Ley Trans». El tono de la pieza de su corresponsal en Madrid era de asombro, y cargados de indignada sorpresa venían los comentarios de los cientos de lectores que dejaron su opinión en el foro de la noticia. Transcribo algunos de los primeros mensajes aparecidos: «Hubo comunismo a principios del siglo XX y hay wokismo a principios del XXI. El mismo afán de igualitarismo, el mismo empeño del Estado por imponer normas minoritarias sobre la mayoría» (…) «¿Cómo puede aprobarse una ley tan importante sin consulta popular?» (…) «Gobierno de izquierda español proponiendo leyes delirantes. Lo de España es una tragedia cómica. Un país en agonía» (…) «Yo creo que los 16 años es demasiada edad; los ocho me hubiera parecido una edad más adecuada, porque algunos niños sufren desde muy pequeños…» (…) «Fanáticos de la castración en niños, además. Abuso estatal inaceptable. El socialismo es una patología política» (…) «Cuando el Estado no es capaz de proteger a la nación de una ideología malsana que se ha hecho fuerte en las instituciones, toca a los jóvenes estar vigilantes sobre lo que está en juego» (…) «¿Estupidez, locura o suicidio colectivo? España dejó de ser un gran pueblo hace mucho tiempo, pero ¿tanto como para llegar a este punto?» (…) «A veces me digo que el ser humano ha dañado tanto el planeta que al final se trata más bien de autodestrucción, lo que probablemente permitirá que nos sobreviva» (…) «España ha perdido la cabeza».
Empezó a perderla el día, otoño de 2016, en que después de descubrirle en la sede de Ferraz intentando colar papeletas en una urna escondida tras una cortina, los dirigentes socialistas de entonces le apearon de la secretaría general pero no lo expulsaron del partido. El resto es historia sabida, la deriva de un país que viene soportando resignado la existencia de un tipo que gobierna para las minorías que lo sostienen en el Poder, minorías que lo utilizan como el perfecto rehén al que puntualmente obligan a pagar el precio de su apoyo. En realidad podría decirse que no gobierna el PSOE sino ERC, de cuyos 16 votos depende Sánchez para seguir en Moncloa. En espera de que Oriol Junqueras recupere en 2023 su protagonismo, la agenda política española la maneja Rufián (ERC) y Otegui (EH Bildu), mientras de la ingeniería social se encarga Irene y sus amigas de Podemos, y de los asuntos de la economía se ocupa una comunista, antigua sindicalista de CC.OO., ahora travestida de señora glamurosa con la cabeza sin amueblar porque no sabe de lo que habla y de la que nadie conoce si está ahí puesta o impuesta por Podemos o por el lucero del alba. España, en efecto, ha perdido la cabeza.
España no necesita limosnas, sino un marco legislativo adecuado capaz de apoyar a las grandes empresas y de incentivar la existencia de una tupida red de pymes creadoras de actividad y empleo
Del trabajo sucio de conducir a España por la senda de ese peronismo galopante que desemboca en la pobreza se ocupa, en efecto, Podemos. Sánchez es el ventrílocuo que sale a vender la mercancía por la tele. El espectáculo del soi-disant presidente repartiendo el martes el aguinaldo de unas ayudas públicas no es solo deprimente en lo que atañe a la ridiculez de las cifras (17 euros por familia «vulnerable» al mes), sino aterrador en lo que apunta de nación venida a menos, país bolivariano necesitado de subsidiar alimentos básicos para que la gente no muera de hambre porque el Gobierno comunista de turno ha esquilmado la riqueza y ha hecho huir a las empresas, que son las que crean empleo aquí y en Estambul. Pretender vender como un logro lo que no es sino la constatación de un fracaso económico y social, además de político, es una manifestación más del viaje a ninguna parte de esa España que «ha perdido la cabeza». Es normalizar la degradación, vía beneficencia, de un país que se ha desentendido del verdadero progreso y de la generación de riqueza porque su Gobierno está en otras cosas. España no necesita limosnas, sino un marco legislativo adecuado capaz de apoyar a las grandes empresas y de incentivar la existencia de una tupida red de pymes creadoras de actividad y empleo.
Sánchez se dice contento de la buena marcha de la economía española, una de las que más crecen de la UE, en su opinión. La realidad es que la economía española no crece, rebota. España es el único país de la UE que no ha recuperado aún su PIB prepandemia. Lo explicaba muy bien aquí el jueves Daniel Rodríguez Asensio: «Entre el cuarto trimestre de 2019 y el tercero de 2022, nuestro PIB ha crecido en 17.000 millones. La deuda pública lo ha hecho en 280.000. O, dicho de otra manera: necesitamos 16 euros de deuda pública para generar 1 euro de riqueza nacional. A precios constantes, el resultado es el mismo: el PIB está un 2,4% por debajo de los niveles previos a la crisis, mientras que el endeudamiento se ha disparado un 15%». España no crece, se endeuda. Nos hemos hecho adictos al endeudamiento público, de modo que sin deuda y sin el rescate por adelantado vía fondos Next Generation UE la situación de las finanzas españolas rozaría la quiebra. Y ello gracias al paraguas de ese BCE que nos permite emitir deuda sin preocuparnos en demasía por la prima de riesgo. Crecimiento es el de Irlanda, que lo hizo a un ritmo del 5,9% en 2020, del 13,5% en 2021 y del 7,5% en 2022. Crecimiento también el de la Europa del este y en particular el de los países bálticos, que han rebasado ya a España en renta per cápita, una España que lleva casi 20 años estancada en esa variable capital para entender la riqueza de una nación.
De lo que no cabe duda es que, si la coalición de los Sánchez, Iglesias, Junqueras, Otegui y demás familia volviera a triunfar en noviembre del 23, en la próxima legislatura tendríamos referéndum en Cataluña disfrazado de juegos florales o concurso de castellets, una catástrofe para la España de ciudadanos libres e iguales
Nuestro país es víctima de las malas políticas adoptadas a lo largo del tiempo por líderes inadecuados, políticos mediocres, mentes perezosas, carentes de capacidad de gestión cuando no simplemente despóticas. España es víctima de los líderes que elige. Escribía este 26 de diciembre Walter Russel en el WSJ sobre la ausencia de grandes líderes políticos y la falta de estadistas de talla en un mundo gobernado por populistas y tecnócratas, y hacía referencia a uno de los estudiosos del tema, nada menos que Henry Kissinger, un hombre preocupado por la baja calidad del liderazgo mundial justo cuando más y con más urgencia lo necesita la humanidad. Un liderazgo que el ex secretario de Estado USA define como «esa rara combinación de capacidad intelectual, educación profunda y una comprensión intuitiva de la política que solo se da en unos pocos». Sánchez o el prototipo de político en las antípodas de esa definición. Después de haber concedido el indulto a los condenados del «prusés»; después de haber despenalizado la sedición para que los separatas puedan volver a intentarlo más cómodamente; después de haber rebajado la malversación, para que esos mismos puedan seguir malversando el dinero del contribuyente sin miedo a los jueces («lo volveremos a hacer y saldrá más barato»), después de todos esos regalos, el presidente de la Generalidad acaba de anunciarnos que quiere un referéndum en 2023, y tiene que ser en 2023, claro que sí, porque quizá en 2024 no sigan contando con un amigo tan atento como Sánchez en Moncloa.
Sánchez ha dicho que no, faltaría más, que eso no lo permite la Constitución (este jeta utiliza la Constitución como Isabel II utilizaba las bragas, a conveniencia), de lo que se deduce, conociendo al personaje, que habrá referéndum de autodeterminación, claro que sí, aunque será difícil encajarlo en un 2023 cargado de compromisos. De momento, el gran caimán ya controla el Constitucional, ese gran objetivo que tantas energías le ha consumido y tan graves daños ha infligido a nuestro entramado institucional. Tenemos TC «progresista» para años, un TC de estricta observancia sanchista dispuesto a validar los atropellos contra la Carta Magna que le exijan sus socios. Queda por despejar la incógnita de la presidencia entre María Luisa Balaguer y Cándido Conde-Pumpido. De izquierda enragé la primera, más acomodaticio el segundo, un hombre de fidelidad perruna a Zapatero del que no acaba de fiarse Sánchez porque, pendiente siempre de su condumio, si triunfara Feijóo no tendría gran problema en cambiar de bando. «Dentro de lo malo, Cándido sería mejor presidente siendo peor persona», asegura un buen conocedor del alto tribunal. De lo que no cabe duda es que, si la coalición de los Sánchez, Iglesias, Junqueras, Otegui y demás familia volviera a triunfar en noviembre del 23, en la próxima legislatura tendríamos referéndum en Cataluña disfrazado de juegos florales o concurso de castellets, una catástrofe para la España de ciudadanos libres e iguales.
Se trata de escoger en qué país queremos vivir. La disyuntiva es clara: una democracia avanzada (obligada a acometer reformas profundas para hacer realidad esa «calidad democrática» mínima de la que ahora carecemos) o un peronismo clientelar estilo sudamericano
Un recordatorio de que «el separatismo es la mayor emergencia política de España», como el jueves afirmaba en El Mundo José Luis Pardo, catedrático de Filosofía de la UCM. «Hemos pasado demasiados años mirando a otro lado para no ver lo que ocurría en Cataluña y en el País Vasco, donde el Estado desaparecía a la vez que se montaba toda la maquinaria propagandística…» La España que ha perdido la cabeza. La España empantanada, la España que se empobrece víctima de ministros/as que no saben hacer la o con un canuto, pero que han demostrado gran maestría a la hora de colocar a su parentela en puestos clave de la Administración, tipo Calviño, Ribera, Iceta y compañía. Gente que no han gestionado nada en su vida, pero que toman decisiones guiadas por la ideología en su empeño por hacer realidad un proyecto de ingeniería social para la que nadie les ha mandatado. Desde los atentados del 11-M de 2004 España vive en una imparable huida hacia adelante, ¿hacia dónde?, dentro de la interminable crisis de la Transición. La crisis sin fin de la Transición. La nación ha llegado a su punto más bajo con un tal Sánchez. Le acompañan millones de españoles que siguen dispuestos a votarle -las encuestas- aun sabiendo o sospechando lo poco que quedaría por gobernar, en términos del país que hemos conocido, de seguir el personaje a los mandos. Es lo más desolador de esta España inaudita: la cantidad de gente encantada con el pequeño sátrapa, una realidad que no debe hacernos abdicar de nuestra obligación moral de intentar acabar con su reinado cuanto antes. De la obligación de rescatar el Gobierno de España para (todos) los españoles.
Es la ventana de esperanza que se abre ante nosotros en este 2023 y que tiene nombre de elecciones municipales y autonómicas de mayo y generales de noviembre. A Sánchez le espera esta primavera un auténtico Alpe d’Huez que puede dejar su poder territorial temblando, momento adecuado para que Núñez Feijóo presentara esa moción de censura que sirviera para adelantar su proyecto de futuro para España. Y naturalmente la prueba suprema de fin de año, elecciones generales en las que este país se jugará su ser o no ser. Conviene no engañarse: todas las cartas están sobre la mesa, ya no es posible confundir a nadie mínimamente letrado. Se trata de escoger en qué país queremos vivir, en qué modelo de sociedad queremos prosperar, fundar una familia y ser felices. La disyuntiva es clara: una democracia avanzada (obligada a acometer reformas profundas para hacer realidad esa «calidad democrática» mínima de la que ahora carecemos) o un peronismo clientelar estilo sudamericano incrustado en la vieja Europa. Eso es lo que habrá que elegir cuando los ciudadanos depositen su voto en la urna. Será la última oportunidad para que la sociedad española asuma de una vez su responsabilidad, razón de más para asegurar que, para bien o para mal, el gran protagonista de este año recién inaugurado será el pueblo español. Salud y libertad en este 2023 para todos los lectores de Vozpópuli.