LORENZO MARTÍN-RETORTILLO, ABC – 23/06/15
· El discurso del odio no puede justificarse ni como caricatura ni bajo la envoltura del humor, como recalca la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Bien sabemos que la crítica es no sólo necesaria, sino incluso imprescindible. Pero también hay que tener presente el respeto a los derechos de los demás es algo indiscutible.
Un incidente anecdótico, si bien de hondo significado, implicando a dos concejales del nuevo Ayuntamiento de Madrid por algo que habían colgado en las redes sociales tiempo atrás, nos da pie para reflexionar acerca de un importante fenómeno de nuestro tiempo y sus condiciones de ejercicio.
Nos sigue impresionando el enorme alcance y trascendencia que, casi sin advertirlo, han pasado a tener las redes sociales. A los portentosos avances de la técnica se une aquí, para justificar su éxito, el clima general de libertad que impera en España gracias a la Constitución de 1978. Sencillísima e impresionante manera de facilitar mensajes que, desde el recodo de la intimidad, se expandirán, sin saber ya a quién y a dónde llegan, a los lugares más insospechados, pero, además, con una impresionante vocación de permanencia. Ni que decir tiene que la libertad de expresión, señaladamente desde la variante de la libertad de opinión, ha adquirido un realce inconmensurable. Pero, además, por la propia naturaleza de la fórmula, implicando, también, insensiblemente, una mutación impresionante: lo que surge en el reducto privado del autor, ya sea expresión concienzuda y meditada, ya mera rutina o acaso exabrupto, salta de ese ambiente íntimo, se potencia, y se convierte automáticamente en algo público y ya incontrolable.
No se puede olvidar que la libertad de opinión, como todas las libertades y derechos fundamentales, tiene sus barreras y límites, uno de los cuales, imprescindible, es el del respeto a los derechos de los demás, como bien saben los profesionales, y recuerdan las Declaraciones de Derechos. Es claro lo que dispone el Convenio Europeo de Derechos Humanos, al contemplar en el artículo 10.2 como límites «la protección de la reputación o de los derechos ajenos…», línea seguida por la Constitución española, cuyo artículo 20.4 pone el límite «especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen…». ¡Muy amplia libertad, pero con un inexcusable canon de respeto!
Los medios de prensa tradicionales, por su propia naturaleza, aparecen dotados de un conjunto de fórmulas que contribuyen a garantizar eficazmente el canon de respeto: desde la profesionalidad de los periodistas, la existencia del equipo que constituye «la redacción», con su grado de integración y posibilidad de intercambio de puntos de vista, las reglas propias de cada medio, desde el cuaderno de estilo a los posibles códigos de conducta, la frecuente presencia del periodista cualificado al que suelen consultar los más jóvenes y, en fin, la figura del director con su responsabilidad, así como el prestigio de la línea propia. El trabajo en equipo siempre ayuda y ofrece sus garantías.
Nada de eso se da, en cambio, por principio, en la forma de emitir opiniones en los medios sociales, donde impera como regla la soledad del autor. Algo que puede llegar a tener tanta trascendencia carece, en absoluto, de cualquier línea de aviso o consejo, como no sean los mandatos genéricos de las normas, tan alejados como poco precisos, o la personalidad de quien airea su opinión.
De hecho, por la propia forma de actuar en el nuevo sistema, no es nada fácil caer en la cuenta de la mutación de lo privado a lo público, antes referida. Se trata de experiencia novedosa, bien distinta de otras fórmulas arraigadas. En la tertulia del café, o en el corrillo de amigos ante la barra del bar, se suelta habitualmente con naturalidad todo tipo de calificaciones e improperios, teniendo bien claro que se trata de ámbitos privados que no van a trascender, contando con que las palabras se las lleva el viento.
La gente se desahoga, se descarga adrenalina, y no pasa nada. Dígase lo mismo de la hermosa tradición epistolar: se asumía que la carta tenía un destinatario concreto, y que sólo a él se dirigían opiniones y confidencias que podían ser del todo comprometedoras. Pero llegar a la red implica de forma casi insensible un salto cualitativo: el mensaje trascenderá, anclándose ya para siempre. El pronto, la crítica indignada, el insulto, se originan en la privacidad, como lo más natural, sin tener presente que automáticamente se convierten en algo público. Y no aparecerá ninguna lucecita roja que advierta de que algo no es correcto. Ahí quedará, aunque el autor del mensaje se llegue a olvidar de él o posteriormente piense de otra manera.
Convenimos en que las redes sociales son una maravilla, tan sencillas, tan abiertas, tan rápidas y eficaces, auténtico milagro para el protagonismo de los ciudadanos. No digamos en un mundo que proclama como uno de los valores decisivos el de la participación. Tan útiles, como se decía, para expresar opiniones, para dar a conocer ideas o aportaciones, para el progreso de las ciencias, para la publicidad y la propaganda, para el comercio sin duda, y, también, como acreditan ejemplos contundentes, como fórmula de actuación política. Pero todo eso, tan admirable, no puede servir, como está aconteciendo en España con demasiada frecuencia, para normalizar el menosprecio, el insulto o el uso reiterado de palabras gruesas y ofensivas. El debate político no puede ser el espacio para el cainismo.
A no pocos políticos les gusta insultar, pero eso no es de recibo, menos cuando no se le ve la cara al que insulta. Otro ejemplo: el discurso del odio no puede justificarse ni como caricatura ni bajo la envoltura del humor, como recalca la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Bien sabemos que la crítica es no sólo necesaria, sino incluso imprescindible. Pero también hay que tener presente que no cabe cualquier cosa y que el respeto a los derechos de los demás es algo indiscutible. Hay una regla de oro que nunca debería olvidarse: la libertad implica siempre responsabilidad. Ha costado mucho ganar la libertad, como para dilapidarla frívolamente. ¡Ojo, por tanto, con el uso de la socorrida excusa de la libertad de expresión, que no es ilimitada como se recalca! ¡No estará de más, por tanto, hacer una llamada enérgica a la responsabilidad y que nadie olvide que lanzar un mensaje desde su ámbito más privado puede acarrear enormes consecuencias! Nadie podrá parar esa bola de nieve una vez que se ha echado a rodar.
LORENZO MARTÍN-RETORTILLO ES CATEDRÁTICO HONORÍFICO DE LA UNIVERSIDAD CUMPLUTENSE Y MIEMBRO DEL COLEGIO LIBRE DE EMÉRITOS, ABC – 23/06/15