IÑAKI EZKERRA-EL CORREO
- Su honestidad, su mensaje resultan más vigentes y dignos de futuro que nunca
A Nicolás Redondo Urbieta se le ha recordado estos días por dos hechos que, aparentemente, pueden interpretarse como antagónicos: su generosa renuncia, en el Congreso de Suresnes, a postularse como secretario general del PSOE, cediendo el cargo a Felipe González, y su enfrentamiento con el mismo Felipe González al organizarle la huelga general del 14-D de 1988. Digo «aparentemente» porque, en el fondo y en la superficie, ambos hechos responden a una misma ética: la generosidad es compatible con la fidelidad a unas convicciones, y un alma noble no tiene por qué estar reñida con una cabeza coherente. Si la persona en la que has depositado tu confianza para conseguir unos objetivos no los cumple, no eres tú quien traiciona esa confianza, sino quien no se ha hecho merecedor de ella.
En política es asombrosamente frecuente encontrar a unos especímenes que exigen obediencia ciega, hagan lo que hagan. Por esa razón, la figura de Redondo cobra hoy una actualidad inusitada: vivimos un capítulo de la historia de España absolutamente opuesto a esa ética que él representó. Cuando, ocupando un escaño en la Cámara Baja, chocó con el joven líder por el que había apostado, no hizo lo que hacen hoy los diputados de ese partido. No calló y asintió. No se sometió a ese mandato imperativo que, por otra parte, prohíbe nuestra Constitución, pero cuya insólita e incuestionable vigencia ha acabado corrompiendo gravemente nuestro sistema democrático. Votó contra los Presupuestos del Gobierno felipista en 1987 y después renunció a su escaño. Aquella salida de las Cortes representa un divorcio entre la clase trabajadora y la clase política, que ha ido en vertiginoso avance en los últimos años. El Gobierno de Sánchez, tanto por la parte del PSOE como por la de Podemos, ya no tiene un obrero ni para enseñar.
A esa integridad en la defensa de la causa social y a ese brío para plantar cara al jefe del partido se suma en Redondo una jacobina alergia, que no siente el sindicalismo de hoy, hacia esos nacionalismos que son, por definición, la antítesis de cualquier sentido de la justicia social. Estuve en su entierro en el cementerio civil de La Almudena. Y experimenté una inesperada certeza. Sentí que su personalidad, su honestidad, su fuerza, su mensaje, su rebeldía eternamente joven, resultaban más vigentes, más dignos de futuro, más necesarios que nunca, y nos sobrevolaban en contraste con el previsible ritual de la nostalgia que podían inspirar los puños en alto, la letra de ‘La Internacional’, las testas calvas o nevadas del viejo sindicalismo español, el color rojo de las banderas y de las coronas de flores que llevaban fecha de caducidad y que ya se estarán marchitando sobre su lápida.