Reflexiones comparativas

JORGE EDWARDS – ABC – 21/02/16

· Ahora parece que tendremos que repetir los antiguos errores y volver a salir trabajosamente de ellos, como si la historia fuera equivalente a los trabajos de Sísifo. Es una condena, una verdadera desgracia, y tengo la impresión de que todos tendremos una parte de culpa. No sólo será un progresismo sin progreso, concepto bien acuñado en el Chile de hoy. Será un progresismo teórico seguido de retrocesos tangibles y quizá irreversibles.

A partir del siglo XX, y es posible que desde antes, la política española siempre ha sido una referencia, un punto de comparación y de reflexión, para la política chilena. La dictadura de Primo de Rivera en España y la de Carlos Ibáñez del Campo, que se impuso en Chile pocos años más tarde, regímenes que hoy, en vista de los que vinieron después, suelen definirse como «dictablandas», son un caso evidente, guardando todas las proporciones, así como el franquismo y el pinochetismo tuvieron hasta vocabularios comunes.

Cuando yo contaba, en las tertulias improvisadas de la playa de Calafell, que la palabra «obrero» había sido reemplazada en Chile por las de «empleado laboral», mis amigos de la mesa, gente como Carlos Barral, Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay, lanzaban exclamaciones de asombro. ¡Es lo mismo!, decían, con ojos muy abiertos, aun cuando la diferencia de contextos históricos era más importante que las semejanzas. De todos modos, en más de algún sentido, parecía y hasta era efectivamente lo mismo. Y esto tuvo una consecuencia clara: la transición política española, la salida del franquismo, se transformó en una inspiración y un modelo, a pesar de todas las diferencias, para la transición chilena. Las visitas a Chile en momentos claves, críticos, de personajes como Felipe González o Adolfo Suárez, tuvieron efectos importantes, decisivos en más de algún aspecto.

Ahora hay un punto en común notorio, de alta complejidad, intrincado, entre la política española y la chilena. Tiene mucho que ver con las diferentes visiones actuales de nuestras transiciones respectivas. Son transiciones, ambas, en líneas muy generales, que dejaron a un lado las posiciones extremas y que aceptaron un proceso gradual, pacífico, en alguna medida consensuado. Todo esto permitió alcanzar períodos de prosperidad, de libertad democrática, de cultura, de inserción en Europa, en el caso español, o en la comunidad internacional, en el de Chile, de un nivel extraordinario. Cuando terminó mi trabajo de embajador de Chile en Francia a comienzos de 2014, Alain Touraine, gran sociólogo de izquierda, hispanista, conocedor experimentado de Hispanoamérica, me escribió una carta en la que decía que se había demostrado que en Chile no se necesitaba una revolución social para que la izquierda llegara al poder, ni un golpe militar para que llegara la derecha.

Son afirmaciones que se podían sostener hace un par de años, expresiones de prudencia y hasta de cortesía, que ahora resultan curiosamente anticuadas. Para sectores no mayoritarios, pero ruidosos, visibles, la transición de hace sólo tres o cuatro décadas parece ahora una transacción de baja categoría, lo cual podría implicar una forma vergonzante de traición, aunque no se sabe exactamente a qué principios. La esencia de Podemos, si es que tiene una identidad fija, lo cual sería discutible, es el rechazo de la transición española, así como la Nueva Mayoría del gobierno de Michelle Bachelet puso en tela de juicio la obra de su coalición precursora, la Concertación, cuyo nombre mismo sugiere un acuerdo que ahora sería inaceptable.

La caída de los socialismos reales fue el producto de una reflexión crítica, general, que tomó las formas más diversas: desde la disidencia en los países de Europa del Este y en la Unión Soviética hasta las revisiones radicales, dramáticas, en los mundos políticos e intelectuales de Occidente. Hoy día parece que hacemos borrón y cuenta nueva, como si la hegemonía de las ideas marchara en esa orientación. No creo que el proceso interno, el que ocurre primero en la mente de las personas, sea tan sólido, pero se presentan, sin duda, manifestaciones inquietantes, que llevan a algunos a mirar con pesimismo el futuro de los sistemas democráticos.

Hay que tomar este fenómeno en cuenta con mirada lúcida, sin el menor infantilismo. Por ejemplo, la democracia cristiana chilena tiene conflictos diarios con su nuevo e incómodo aliado, el pequeño y coriáceo partido comunista, famoso en el pasado por su adhesión cerrada a las consignas que venían del Vaticano soviético. Algunos de los dirigentes históricos de la DC acaban de declarar que tienen diferencias de doctrina serias con sus nuevos socios. Pero salen voces autorizadas dentro de la misma DC que declaran algo extraordinario: que su alianza con el comunismo «permite combatir mejor contra la desigualdad».

Todos deberían saber a estas alturas que el concepto de igualdad marxista-leninista es enteramente diferente de la noción demócrata cristiana. Uno se basa en la lucha de clases, en predicciones de Carlos Marx sobre el desarrollo de las economías capitalistas que hoy día son enteramente anacrónicas; el otro, en el humanismo cristiano, en la idea democrática, en la colaboración entre el capital y el trabajo. Durante el siglo XX, la aplicación de la ideología marxista leninista en sociedades modernas o de desarrollo económico relativo produjo hormigueros, igualdad en el retraso. Los ideales de justicia, aplicados en forma equivocada, produjeron injusticias sociales generalizadas.

Basta observar el caso de países como la antigua Polonia o Alemania Oriental, y no digamos Cuba o Corea del Norte: hormigueros donde la nomenklatura, la clase dirigente, gozaba o sigue gozando de privilegios escandalosos; lugares donde todos eran iguales, como se decía, pero donde unos eran mucho más iguales que los otros.

Ahora tengo la impresión de que la crítica poderosa de los socialismos reales, dominante en las formas más diversas desde los años sesenta, se ha olvidado en años recientes. Antes se sabía que el revisionismo, tan combatido por la ortodoxia de extrema izquierda, no era más que la crítica del estalinismo. Ahora parece que tendremos que repetir los antiguos errores y volver a salir trabajosamente de ellos, como si la historia fuera equivalente a los trabajos de Sísifo. Es una condena, una verdadera desgracia, y tengo la impresión de que todos tendremos una parte de culpa. No sólo será un progresismo sin progreso, concepto bien acuñado en el Chile de hoy. Será un progresismo teórico seguido de retrocesos tangibles y quizá irreversibles.

JORGE EDWARDS ES ESCRITOR – ABC – 21/02/16