Ignacio Varela-El Confidencial
- La actual política española consiste en hacer imposible lo necesario e inevitable lo pernicioso. En ambos afanes, nuestros dirigentes son maestros mundiales
La peripecia de la reforma laboral está lejos de terminar. Pero por el grado de confusión, oscuridad y bucanerismo con el que se desarrolla, tiene la propiedad de condensar todos los vicios de la política española en general y del modelo sanchista en particular.
Es engañosa, como de costumbre, la especie de que se negocian cambios a la norma. El Decreto-ley 32/2021 se publicó en el BOE el 30 de diciembre y, desde ese día, la norma está en vigor. Como instrumento legal, es un hecho consumado que no admite modificaciones. El Congreso puede convalidarlo o rechazarlo, pero esa votación solo puede versar sobre el texto existente. También podría convalidarlo con la condición de que a continuación se tramite como un proyecto de ley ordinario; solo entonces tendría sentido hablar de enmiendas, pero ello podría durar meses (el decreto-ley sobre los fondos europeos lleva un año empantanado en ese trámite, sin que se vea próximo el final) y, mientras tanto, el texto actual seguiría aplicándose tal cual está. Por eso la Constitución reserva el decreto-ley para “casos de extrema y urgente necesidad” y por eso es tan perverso que este Gobierno lo haya convertido en su modo favorito de legislar.
Es comúnmente aceptado que la norma es alicorta, en el sentido de que está muy lejos de solucionar los problemas de fondo de nuestro marco de relaciones laborales. Esa es una de tantas reformas estructurales pendientes en España, que no tendrán vía de solución, con este o con otro Gobierno, mientras se mantenga el entorno tóxico de la polarización bibloquista. Se aprobó a toda velocidad porque había un plazo perentorio para presentar algo en Bruselas y porque el tema se le había atragantado a la coalición de gobierno, especialmente desde que la ministra de Trabajo pasó a ser candidata in pectore a la presidencia del Gobierno.
Pero también está extendida la opinión de que: a) los cambios que introduce sobre la reforma laboral de 2012 son escasos y parciales, y solo por ello ha sido posible el acuerdo entre las fuerzas sociales, y b) que, con esa limitación —o quizá gracias a ella—, la norma resultante es mejor que su predecesora y se adapta más a la situación actual, que ya no es la de 2012.
Atendiendo al fondo de los discursos y no a su parte teatral, las dos posiciones más próximas entre sí sobre el tipo de legislación laboral que conviene a España en este momento son la del PSOE y la del PP. Lo que sucede es que a los socialistas les supone un esfuerzo insuperable admitir que sus enfáticas proclamas sobre una derogación heroica se han quedado en un modesto aliño y los dirigentes del PP están determinados a presentar como un foso insalvable lo que no deja de ser un canalillo. La reforma de Rajoy estuvo básicamente bien para aquel momento y esta está básicamente bien para hoy, aunque su alcance sea limitado. ¿Es tan difícil reconocer eso? Al parecer, es metafísicamente imposible. No porque no se pueda, sino porque de ninguna forma se quiere reconocer cualquier cosa que haga tambalearse el tinglado de la confrontación irrestricta y sectaria en que unos y otros habitan y del que se alimentan.
Ambos pierden una oportunidad y, lo que es peor, se la hacen perder al país. En un entorno político saludable, el presidente del Gobierno y el líder de la oposición se habrían sentado a examinar sus coincidencias y diferencias al respecto, habrían constatado que las primeras son más y de más peso que las segundas, habrían puesto a trabajar a sus respectivos equipos, habrían impulsado de consuno el acuerdo entre sindicatos y organizaciones empresariales y hoy podríamos disponer de una norma laboral sustentada por el triple consenso de una amplísima mayoría parlamentaria, el pacto social y la aprobación de Bruselas. En su lugar, lo que tenemos es un embrollo del demonio, un enfrentamiento a cara de perro y la incertidumbre de no saber si en febrero habrá alguna reforma laboral en vigor.
La segunda cosa incomprensible es que una norma sea fantástica o detestable no en función de su contenido, sino de quién la vote o deje de votar. Si entiendo bien el discurso de Podemos y otros socios de Sánchez —incluso de miembros del Gobierno—, este texto es perfectamente asumible si lo votaran Otegi y Rufián, pero se convertiría en repugnante si lo apoyara Arrimadas. Y según la pretensión de Ciudadanos, lo que haría virtuosa la reforma es que su apoyo provocara la espantada de los socios habituales de Sánchez. En ambos casos no se busca sumar, sino restar; no integrar, sino excluir.
Lo cierto es que, al parecer, el régimen laboral de los trabajadores de Santander, Badajoz, Castellón o Albacete depende —como casi todo— de la voluntad de tres partidos —ERC, Bildu, PNV—, que consideran esos lugares como el extranjero y cuyo propósito final es largarse de España en cuanto puedan; razón por la cual su principal exigencia no es mejorar las condiciones laborales de todos, sino hacer que sus propias regulaciones prevalezcan sobre las del conjunto.
Para terminar de aclarar la situación, Sánchez ha desplegado sobre el terreno un pelotón desordenado de negociadores, cada uno de ellos jugando un juego distinto. Por un lado, las dos vicepresidentas Calviño y Díaz, famosas por la extraordinaria sintonía de sus enfoques. Por otro, el ministro multifunción, Bolaños, ejerciendo de defensa escoba. En el córner, el anónimo portavoz parlamentario del PSOE —Héctor Gómez, se llama—, que es quien en buena lógica debería canalizar una negociación que ha de resolverse en la Cámara y, sin embargo, es quien menos pinta. Para terminar, se rescata del banquillo de Ferraz a su antecesora en el cargo, quien, al parecer, era una virtuosa negociando con extremistas. Digo yo que, si la decisión presidencial es que todo se ha de negociar con los extremistas adoptados como compañeros de viaje, no se entiende por qué la echaron siendo la mejor en tan noble empeño.
Dicen que el carajal tiene que ver con las elecciones de Castilla y León. Siempre las elecciones como coartada para explicar los mayores disparates. Dudo mucho que las cosas fueran diferentes sin elecciones: para esta gente, la afición por la bronca es congénita y no entiende de materias ni de coyunturas. Y dudo más aún de que a los muy moderados votantes de Castilla y León les pareciera mal que los dos grandes partidos del país se pusieran de acuerdo en lo que, básicamente y muy a su pesar, ya coinciden básicamente. Más bien sospecho que lo premiarían, pero no hay peligro: no tendremos la ocasión de comprobarlo.
Definitivamente, la actual política española consiste en hacer imposible lo necesario e inevitable lo pernicioso. En ambos afanes, nuestros dirigentes son maestros mundiales.