JON JUARISTI, ABC 05/05/2013
· Antes de abordar la reforma profunda de la Administración es necesario definir su objetivo general.
Se insta a una reforma de la Administración que quizá sea necesaria, pero abordarla al buen tuntún implica el riesgo de montar un fastuoso estropicio, y no sólo por el número más o menos elevado de empleados públicos que engrosarían el ejército del paro sin horizonte. Lo verdaderamente peligroso sería empantanar al Estado en un marasmo funcional. Es cierto que la Administración ha crecido y se ha multiplicado exageradamente en los últimos cuarenta años. Una parte de este crecimiento ha sido hinchazón mórbida, cuando no pura metástasis. La cuestión es si merece la pena matar al enfermo para que recobre la salud.
¿Para qué sirve el Estado? La respuesta más obvia sigue siendo, hoy por hoy, la de Hobbes: para terminar con la guerra permanente que la naturaleza lleva aparejada (el jardín es un campo de batalla). ¿Bastaría entonces un Estado gendarme cuya única función consistiría en liarse a garrotazos con los que buscan gresca? Quizá se entienda mejor la necesidad de una diversificación compleja de las funciones del Estado recurriendo a un parangón evidente: la Ley.
La Ley es siempre un conjunto de leyes, pero en toda Ley, empezando por la Ley del Sinaí, existe una ley más importante que las demás y a las que todas las otras se subordinan. Esa ley es la prohibición de quitar la vida a cualquier ser humano. El resto de las leyes que completan la Ley tienen como finalidad impedir los conflictos entre individuos o grupos que puedan derivar en la muerte de unos a manos de otros. De ahí que se prohíba la idolatría (es decir, los sacrificios humanos), el robo, la mentira, el falso testimonio, la desordenada codicia de los bienes ajenos… todo lo que sea fuente o causa potencial de violencia y muerte. La mera prohibición del homicidio no basta para evitarlo.
De manera análoga, el Estado debe asegurar las condiciones mínimas que hagan inviables los conflictos que puedan desembocar en guerra civil, lo que exige que asuma funciones no sólo disuasorias y arbitrales sino también niveladoras. No puede limitarse a dirimir los conflictos cuando estos ya se han producido. Debe prevenirlos, asumiendo la distribución de bienes y servicios, es decir, convirtiéndose en Administración. No todos los bienes y servicios son de carácter material, pero todos requieren una inversión de recursos y esfuerzos. Asegurar las condiciones para el ejercicio sin trabas de los derechos individuales resulta imposible sin organismos y funcionarios dedicados a ello. Para cierto liberalismo, la libertad puede desarrollarse –incluso mejor que en otra parte– en una especie de atmósfera cero, en un vacío sin Estado. Lo menos que puede decirse de semejante liberalismo es que nada ha aprendido de la Historia.
Si se acomete una reforma en profundidad de la Administración deben quedar claros de antemano los objetivos que se pretenden. El desmantelamiento de la Administración –central o autonómica– no constituye un objetivo legítimo, pues supondría la sustitución fraudulenta de los fines por los medios. Gran parte de la irritación que suscita la política de recortes no brota de la certeza de que se trata de medidas impuestas al Gobierno desde las instituciones europeas, sino de la aparente falta de un objetivo general. Se percibe que el carácter del Estado está cambiando, y el hecho de que vaya dejando de ser un Estado subvencionador, manirroto y clientelista, no se valora negativamente por la mayoría. Lo que suscita angustia, inseguridad y desconcierto es la ausencia de un objetivo que vaya más allá del pago de la deuda. Es necesario definirlo y explicarlo, aunque no sea alcanzable sin la mediación de una reconstrucción del consenso y de un nuevo proceso constituyente.
JON JUARISTI, ABC 05/05/2013