LIBERTAD DIGITAL 03/03/15
MIKEL BUESA
La reciente publicación de una investigación desarrollada por los profesores Ángel de la Fuente y Rafael Doménech acerca del nivel educativo de los españoles ha permitido constatar el importante aumento del capital humano de España a lo largo del último medio siglo, en virtud del esfuerzo educativo realizado por el país. Medido según los años de escolarización, ese esfuerzo ha permitido pasar de un promedio de 4,70 años de educación formal en 1960 a 9,79 años en 2011 para el conjunto de los españoles. Si se entra en el detalle de los datos, se puede constatar que esta ganancia en el período de escolaridad se ha producido principalmente durante las últimas cuatro décadas, pues en los años sesenta del siglo pasado apenas se produjeron cambios en este sentido. El franquismo no fue precisamente un régimen preocupado los la escuela, aunque ello no obste para que fuera en sus postrimerías cuando tuviera lugar una reforma educativa sobre cuyas bases habría de darse el gran impulso que estoy comentando.
La Ley de Educación de 1970, promovida por Villar Palasí, con la que se instituyó la enseñanza general básica (EGB), trajo consigo, en efecto, un impulso imponente para la educación española; y no sólo porque modificara el currículo escolar y reordenara los cuerpos docentes, sino porque su desarrollo se acompañó de importantes inversiones en la infraestructura educativa y en la ampliación del número de profesores ocupados en la enseñanza. El esfuerzo económico correspondiente se mantuvo al llegar la democracia, de manera que, con los lógicos altibajos dependientes de la coyuntura económica, se ha mantenido hasta nuestros días. En 1990 una nueva ley educativa, la LOGSE, vino a reordenar el funcionamiento del sistema, a la vez que alargó la escolaridad obligatoria hasta los 16 años; y desde 2002 sucesivas leyes educativas —la LOCE, la LOE y la LOMCE— han ido introduciendo nuevos cambios en respuesta a la pugna política que, en esta materia, sostienen los dos principales partidos políticos.
Recurriendo a las estimaciones elaboradas por De la Fuente y Doménech, se puede comprobar que, desde 1970 hasta 2001, en cada década se incrementaban los años de escolaridad de los españoles de una manera creciente: un 16 por ciento en la de 1970, un 19 por ciento en la de 1980 y un 21 por ciento en la de 1990. Pero desde 2001 esa progresión se ha ralentizado, quedando en un 18 por ciento durante el último decenio. No parece por ello que las controversias educativas sostenidas durante los gobiernos de Aznar y Zapatero hayan mejorado mucho las cosas —aunque tal vez tampoco las hayan perjudicado demasiado—; y en el futuro habrá que ver si la última reforma del ministro Wert supone un cambio a mejor o no. Porque lo que en todo caso debe resaltarse es que, a pesar de lo ya avanzado, aún le queda a España un largo trecho que recorrer para alcanzar el promedio de escolaridad de los países de la OCDE, situado en 11,77 años, casi dos más de los que ahora exhibe nuestro país.
A propósito de la reforma Wert me parece pertinente señalar que, sin que ello prejuzgue cuáles vayan a ser sus resultados futuros en cuanto al tema aquí planteado, tengo la sensación de que se ha quedado a medio camino. Sus cambios curriculares, las evaluaciones externas para revalidar los conocimientos y competencias adquiridos por los alumnos o la posibilidad de que éstos sigan distintos itinerarios a partir de los 14 años, me parecen avances muy interesantes para lograr reducir el elevadísimo nivel del fracaso escolar existente en España, que afecta ahora a cerca de una cuarta parte de los jóvenes. Pero la reforma parece alicorta en materia de recursos, pues todavía se necesita mejorar la dotación de los centros escolares, y sobre todo en lo que concierne al profesorado. La mejora de la formación de éste, la modernización de los criterios de su selección o los sistemas para su evaluación y acreditación periódica, son temas ausentes de la reforma, olvidándose así que uno de los principales problemas de nuestra educación radica precisamente en la deficiente calidad media de los profesores.
A esto de las reformas a medias, de las reformas inconclusas, el gobierno de Rajoy parece ser muy aficionado. A medias quedaron las reformas del mercado de trabajo, la de la fiscalidad, la de las Administraciones Públicas, la de la unidad de mercado, la de la justicia y su gobierno; y sin empezar o casi se han quedado, después de mucha bulla, las de la financiación autonómica, incluidos los pufos vasco y navarro, o la del aborto. Otras, por cierto, después de haber sido bien definidas desde el punto de vista legislativo, se han acabado pareciendo a un coitus interruptus. El caso más llamativo es el de la Estabilidad Presupuestaria, que el ministro Montoro se ha encargado de descafeinar sin rebozo. Y ya que estamos con Wert, podemos mencionar sus dos reformas universitarias —la que en 2012 obligó a las universidades a operar sin déficit, subió las tasas y reordenó la dedicación docente del profesorado teniendo en cuenta sus méritos acreditados de investigación; y la que hace unas pocas fechas ha dado la posibilidad de fijar la duración de los estudios de grado en tres años y los de máster en dos— que se han quedado en agua de borrajas porque se les ha dado a los Rectores la posibilidad de aplicarlas a su gusto; o sea, a no tenerlas en cuanta o hacerlo sólo a medias o por cuartas partes.
El reformismo, para una nación como España, es muy conveniente porque tenemos demasiadas instituciones obsoletas o apenas modernizadas; y porque el país se nos deshace periódicamente en virtud de su debilidad institucional. Pero reformar supone pisar las callosidades enquistadas de los muchos que viven muy bien en el estatus quo. Tal es el motivo por el cual toda reforma, por mínima que sea, genera descontentos. Por ello, desde una perspectiva política, nunca tiene sentido quedarse a medias. Porque las reformas inconclusas son tan molestas como las acabadas y, además, tienen el inconveniente de que o no producen efectos o lo hacen de manera insuficiente. El gobierno de Rajoy debería tomar nota de esto, no vaya a ser que, cuando pase un tiempo y se vean las cosas con perspectiva, alguien, para valorar su política, desempolve la vieja observación que hace siete décadas formulara Gerald Brenan en su Laberinto español:
«En España los reyes y gobiernos legislan, los siglos pasan, pero los problemas fundamentales continúan en el mismo estado».