ABC-PEDRO GARCÍA CUARTANGO
Schmitt tuvo la desgracia de que sus ideas se materializaran por un régimen asesino
RELEYENDO los «Ensayos sobre la Dictadura» de Carl Schmitt, me topo con esta afirmación: «El problema no reside en el contenido normativo de un mandato moral o jurídico sino en la pregunta sobre quién decide». Y poco después concluye: «El derecho sirve al poder o defiende la posición del no ocupante y aparece entonces como perturbador».
En el lenguaje de Schmitt, el teórico de la arquitectura jurídica del nazismo, la voluntad de quien ostenta el poder está por encima de la ley y tiene la potestad de eliminar cualquier elemento «perturbador» que obstaculice «la dictadura soberana» a la que apela una expresión que evoca a Hegel y Maquiavelo. Schmitt fue en los años 20 el gran crítico de la democracia liberal, que él veía encarnada en una República de Weimar marcada por la humillación del Pacto de Versalles, una crisis económica pavorosa y una quiebra de la nación. En ese contexto, el pensador alemán propugnaba una solución autoritaria, dicho con otras palabras, la emergencia de un caudillo con poderes excepcionales, legitimado por un plebiscito popular.
Según sostiene Schmitt, la política funciona no por un contrato social de ciudadanos libres, como establece Rousseau, sino por una dialéctica del amigo-enemigo que permite al dictador situarse por encima de la ley para defender la voluntad popular que encarna. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta del paralelismo del decisionismo de Schmitt con el «procés» puesto en marcha por el independentismo catalán, basado en la idea de una pretendida soberanía del pueblo que está por encima de las leyes y de la Constitución.
Al igual que en la filosofía de este pensador, acusado en Núremberg de complicidad con los crímenes del nacionalsocialismo y finalmente exonerado, los líderes nacionalistas fundamentan la legitimidad de sus reivindicaciones en un plebiscito, el celebrado el 1 de octubre de 2017, sin la más mínima apariencia de legalidad.
Y el discurso de Mas, Puigdemont, Junqueras y el resto de sus dirigentes ha apelado a un decisionismo que enfrenta al «nosotros» con «ellos», los enemigos que, según insisten machaconamente, son un obstáculo para alcanzar la plena identidad nacional.
No por casualidad, siguiendo a Schmitt, los independentistas argumentan que España no es una democracia ni respeta los derechos individuales, apelando a una lógica plebiscitaria que, en última instancia, serviría para construir un Estado identitario y excluyente de las minorías. Schmitt también consideraba como un corsé insufrible la Constitución de Weimar, a la que oponía el poder constituyente del caudillo para crear una nueva legalidad, un Estado fuerte que uniera a todos los alemanes por encima de los partidos y las ideologías.
La gran paradoja en la vida de Schmitt, que nunca medró en el nazismo, fue que cayó en desgracia ante la Gestapo porque su segunda mujer era eslava y jamás se plegó a los gestos de sumisión que le exigían Goebbels y Hitler. Amigo íntimo de Ernst Jünger, su propia honradez intelectual le hace mucho más peligroso.
Merece la pena releer sus obras, particularmente «Teoría de la Constitución», porque hay en ellas una fundamentación de una visión romántica, emocional y antidemocrática que coincide con el proyecto de los nacionalismos y los populismos que han renacido en Europa.
Schmitt no era un loco, pensaba que la identidad y los sentimientos son más importantes que las reglas jurídicas y la división de poderes. Y tuvo la desgracia de que sus ideas se materializaran por un régimen asesino y sin principios morales. Aprendamos del pasado y evitemos esos mismos errores.